Una mentira, una guerra, un crimen masivo

Fernando Ónega
Fernando Ónega DESDE LA CORTE

OPINIÓN

08 jul 2016 . Actualizado a las 07:32 h.

¡Dios, cómo cambia la historia según quién la escriba!

¡Dios, cuántos culpables de delitos contra la humanidad se marchan de rositas sin rendir cuentas a la Justicia ni a la historia!

¡Dios, qué cantidad de visionarios ha puesto el destino al frente de las naciones!

¡Dios, cómo las ambiciones (incluso las más patrióticas) pueden ser el origen de errores que después pagan generaciones enteras!

¡Y, Dios, qué razón tienen siempre los pueblos, que detectan las verdades frente a los engaños oficiales!

Estas son algunas de las exclamaciones que inspira el informe Chilcot sobre la participación del Reino Unido y el papel de Tony Blair en la guerra de Irak del 2003. Se trata de un estudio independiente, elaborado a lo largo de siete años, que busca la verdad sobre un episodio que provocó un cuarto de millón de muertos. Y la verdad que descubre es terrible: todo ha sido un inmenso engaño al mundo y a sus dirigentes políticos, una invasión hecha al margen de la legalidad, sin razones objetivas que justifiquen tal agresión sangrienta y sin ninguna previsión de lo que se haría después de derrocar a Sadam Huseín. Todo el contenido del informe coincide con los temores expresados en los movimientos populares de protesta.

Lo dicho sobre las armas de destrucción masiva, argumento más utilizado por los promotores de la invasión, quedará como una gigantesca mentira, elaborada en los centros de poder de Estados Unidos, y quizá por el presidente George W. Bush. Si quedase un poco de dignidad en la revisión de la historia, el paso siguiente sería llevar a los tribunales a sus autores. Una guerra que se hace en nombre de una falacia es un crimen de guerra, y como tal debe ser juzgado. Si Bush y sus equipos de manipulación no son sometidos a juicio, se habrá culminado la gran injusticia de un crimen masivo de lesa humanidad.

Ahora se puede concluir que Bush fue a esa guerra como la continuación de un empeño familiar y con el estímulo del odio a un gobernante, Sadam, que era un dictador, pero mantenía el orden en la región. Se sumó José María Aznar, engañado y cegado por la ambición de sacar a España de «la cuneta de la historia». La foto de las Azores era el símbolo de una grandeza ganada por él, pero fue también la certificación de una vergüenza por los resultados.

¿Quién tuvo la razón al final? Los agitadores del «no a la guerra» y el pueblo llano, cuyo instinto le hizo intuir el gran engaño y protestó contra él en las calles y en las urnas. Ahora se restablece parcialmente la verdad histórica, pero quedan los muertos, la siembra de odio que significó la guerra y el terrorismo que surgió de aquella obsesión. De todo eso, ay, no existe forma de exigir ninguna responsabilidad.