La culpa fue de Andrés Trapiello (sonata para ocarina estival)

OPINIÓN

16 jul 2016 . Actualizado a las 09:56 h.

He pasado unos meses muy preocupado porque había empezado a sufrir de caliginefobia, venustrofobia o complejo de Licea, que de cualquiera de esas tres formas se conoce la fobia a las mujeres hermosas. Abrumado por una dolencia más molesta que peligrosa, asistí a la consulta de un terapeuta poco convencional con diplomas en coaching y en mindfulness, equidistante de Freud y de Jung, y más lacónico (eso al menos afirmaban su orondez, sus michelines y el color rosado de tez) que lacaniano naniano. El sanador consultaba en una sala de todo a zen y recibía en kimono gris rata o gris marengo según los días. En seis sesiones de doscientos euros me diagnosticó con certeza matemática y me propuso una terapia de choque: leer los diarios de Andrés Trapiello. Los dieciocho volúmenes en su edición original ocupan uno junto a otro algo más de setenta centímetros. Lo sé porque acabo de levantarme a medirlos: una hilera de pre-textos que se inicia con un gato encerrado y que termina con una duda. Trapiello sigue a mujeres hermosas por la calle, me dijo el terapeuta. Las observa, las mira en la distancia, cruza con ellas miradas inocentes, se sube al autobús o al metro donde se suben las féminas (les juro que dijo féminas). Lea los diarios de Trapiello y verá cómo cambia su vida.

Y así lo he hecho a lo largo de los últimos meses de tedio provinciano en esta ciudad impar. Con rigor y con método, he devorado los tochos de Trapiello. Y debo decir que la terapia ha dado resultado. Con matices. He sido testigo de sus veniales aventuras en la distancia con hermosísimas bellezas madrileñas (estudiantes extrovertidas de ombligo caravista, funcionarias a la hora del café y la confidencia, exuberantes oficinistas de tacón y media calada, amas de casa con la cara lavada y recién peinás, adorables y hieráticas damas de la alta burguesía con bolsas de boutiques prohibitivas y aperitivo con aceitunas. Todo ha ido bien hasta que yo mismo he comenzado a seguir a mujeres en la vía pública con la variante de hacerlo dentro de mi coche. He perdido mi miedo a las mujeres hermosas y he caído en la vorágine de las relaciones en la distancia con rubias que conducen un golf negro o con morenas que ocultan sus ojos tras gafas de sol estratosféricas mientras miran por el retrovisor de sus coches de tres letras o de aritos cruzados mágicos. Nos miramos al sosquín, nos requebramos en la distancia, nos adelantamos pícaramente una y otra vez, nos sonreímos decididamente, nos despedimos en las desviaciones, todo ello sin perjuicio de una conducción respetuosa y atenta. Con esto he curado mi fobia pero voy cayendo sin apenas darme cuenta en el precipicio de la mecanofilia (busquen si quieren).

Del último cruce de miradas con una respetable señora del norte de esta España mía esta España nuestra, ha surgido un idilio que me ha llevado de vacaciones a un hotel con media pensión. Ella hace su vida en la tumbona dentro de la jaima y yo la espío desde el bar de la piscina mientras charlo con el camarero dominicano. El ambiente no puede ser menos propicio debido al hilo musical que nos atormenta: la puta ocarina. De los bafles en bucle salen versiones a la ocarina (instrumento de viento sin llaves) de todo Beatles (Hey Jude, Yesterday, Imagine, Let It Be), de la melodía desencadenada, del cóndor que pasa, del Chiquitita de Abba, de Los sonidos del silencio de Simon y Garfunkel, del hundimiento del Titanic y hasta del Hotel California. La puta ocarina se hace acompañar por el punteo de una guitarra española de saldo y por unos coros de violines sintetizados. Yo solo pretendo espiar a mi diosa con una cerveza helada mientras leo la última novela de Jonathan Shaw, publicitada en la solapa por Johnny Depp («Si Bukowski, Kerouac, Burroughs, el marqués de Sade y Cioran hubiesen coincidido en una especie de grasienta y vergonzosa orgía de burdel, Jonathan Shaw sería, sin lugar a dudas, el diabólico y libertino vástago resultante», dice Sparrow Manostijeras), pero la puta ocarina me persigue inmisericorde.

La Arcadia feliz comienza a trocarse en arcada. Me desmayo por el calor y en mi vahído, ya privado, me veo en una playa nudista donde suena la flauta de un afilador mientras Mili Vanili tocan un teclado Roland D-50 en un chiringuito donde solo venden Estrella Galicia sin alcohol. Una pareja de mediana edad pasea de la mano: ella tiene el tatuaje de un rayo muy cerca de su pubis depilado, mientras él, bello y cano, parece cantarle boleros o muñeiras. En una silla muy colorista, bajo la sombrilla, lo mira alucinado un clon de Chiquito de la Calzada mientras pasa consulta telefónica un vidente cacereño que ha trasladado a la playa su consultorio brujológico.

Cuando despierto del desmayo me han llevado a una de las camillas del SPA del resort donde una jovencita que solo habla con diminutivos viste kimono gris rata o gris marengo. Y en mitad de aquel revuelo, cuando parece que va a armarse la de san Quintín Tarantino, mi amada impasible se me acerca con su bañador negro y su pareo, me toca la frente aún fría y me agarra la mano. Ya no se oye la puta ocarina, ya no le tengo miedo a las mujeres hermosas, ya he leído los diarios de Trapiello y la última novela de Jonathan Shaw y los Babelias del último año que no puedo ni ojear los fines de semana. Me incorporo de la camilla dejando un rastro de felicidad, un santo sudario, una sábana santa amorosa y febril. Y comienzo a cantarle al oído a mi bella desconocida: «Se te cayó el anillo dentro del pozo, / dicen que el que lo encuentre será tu novio. / Son cinco los que han ido, ninguno ha vuelto. / Por mucho que tu llores yo seré el sexto?».