Todos los datos para un crimen

Fernando Ónega
Fernando Ónega DESDE LA CORTE

OPINIÓN

16 jul 2016 . Actualizado a las 09:11 h.

El conductor del camión asesino era vecino de Niza. Sabía que el día 14, fiesta nacional, había un espectáculo de fuegos artificiales sobre la bahía de gran éxito de público. Él mismo habrá visto cómo acuden familias enteras y habrá comprobado el ambiente festivo. Él está amargado, metido en trámite de divorcio, y es un tipo violento. Simpatiza con el movimiento yihadista, porque es de origen tunecino y vive en una ciudad donde los musulmanes no son populares: de hecho, el partido Frente Nacional de Le Pen es allí la segunda fuerza política. El conductor está en una ciudad hostil y en un momento personal traumático. Tiene todas las características -de libro, se dice en estos casos- para simpatizar con lo más radical de sus creencias e incubar un odio capaz de provocar una tragedia. En otras circunstancias quizá hubiera optado por el suicidio. Ahora quiso morir matando. Para eso alquiló un camión de gran tonelaje. Sabía muy bien dónde convertirlo en arma de destrucción.

No es más que una tesis, pero creo que razonable, en vista del tiempo que el Estado Islámico tarda en reivindicar la matanza. Sus responsables de propaganda conocieron la noticia al mismo tiempo que el resto del mundo. En principio la celebraron, pero no se atrevieron a reivindicarla. El conductor era un lobo solitario: un hombre que decide hacer la guerra santa por su cuenta; quizá un hombre que creía en el paraíso prometido y quiso matar a infieles; quizá una mezcla de todo, de guerrillero de una causa santa, de desesperado, de simple criminal que quiso cometer un gran crimen. Pero era de origen árabe. Si Andreas Lubitz, el piloto de Germanwings que estrelló un avión en Los Alpes y mató a 150 personas, tuviese raíces árabes, su acción habría sido uno de los grandes atentados terroristas de la historia.

Quiero decir con esto que el Estado Islámico se beneficia de los actos terroristas que promueve, planifica y ejecuta y de los que le caen como propina, de voluntarios que se suman a su causa sin atadura de disciplina y de enloquecidos que ven en el terror la ocasión de hacer justicia a una sociedad que odian. Lo terrible es que todos han abierto una espeluznante carrera para que sus actos superen a los anteriores en crueldad y número de víctimas. La gloria de su hazaña depende de la cantidad de muertos que dejen tendidos en la calzada. Ante eso, dejemos que los poderes públicos nos tranquilicen, pero no nos engañemos: un crimen masivo se puede cometer en cualquier parte. Y apunte final: para terminar con esos criminales se necesita algo más que la unidad pregonada por la clase política. En ese algo cabe todo: colaboración ciudadana, espionaje, autoridad, ley, cárcel y una lentísima tarea de educación.