Qué fácil resulta ser un hereje

Luís Pousa Rodríguez
Luís Pousa FARRAPOS DE GAITA

OPINIÓN

16 jul 2016 . Actualizado a las 09:11 h.

Tendemos a creer que la humanidad progresa de forma lineal y que, cada año y cada siglo que sumamos, el mundo es más justo, sano, libre y próspero. Será cosa del instinto de supervivencia, o del instinto de conservación de la especie, que nos lleva a ejercer una forma de irreductible optimismo gracias al cual pensamos, e incluso argumentamos, que nuestro momento histórico es el más feliz de todos los posibles y que la lejana Edad Media es el paradigma de la brutalidad, la ignorancia y el dogmatismo.

Pero, como sucede con todos los asuntos que atañen al contradictorio e imperfecto Homo sapiens, también la historia -que no es otra cosa que el relato biográfico de nuestra especie- es contradictoria e imperfecta, y no avanza exactamente por una autopista diáfana y recién asfaltada, sino que más bien se mueve a trompicones por una de nuestras tortuosas corredoiras.

Por supuesto que el progreso económico, social, cultural y sanitario ha iluminado los últimos siglos de nuestra azarosa existencia colectiva, pero tenemos que entender que ese recorrido no se ha trazado sobre una línea recta desde la oscuridad de las cavernas a la modernidad actual, sino por un itinerario con numerosos altibajos, plagado de grandes avances, sí, pero también de enormes y terribles retrocesos. Para asumirlo, basta recordar que el lunes se cumplirán 80 años del inicio de la Guerra Civil, que sepultó cualquier atisbo de inteligencia bajo el horror de la contienda y la posterior represión de la dictadura. O hacer memoria de las dos guerras mundiales que despedazaron el siglo XX -el tiempo de las vanguardias, pero también de los totalitarismos- y transformaron algunos de los más sutiles hallazgos científicos de la época -como las investigaciones de la física que se adentraron en las entrañas del núcleo atómico- en espantosas máquinas de exterminio y dolor.

Porque ni siquiera la ciencia -en la que depositamos nuestras esperanzas cuando vemos que todo lo demás falla y la sociedad insiste en pegarse tiros en el pie (o en la sien)- ha construido su evolución a lo largo de una gloriosa curva ascendente, sino que ha sufrido también parones, descensos y hasta bruscas marchas atrás.

Por eso, a partir de ahora tendremos que aprender a desaprender lo aprendido. Porque nuestra creencia de que, como occidentales, habíamos conquistado un grado de felicidad y prosperidad inamovibles y que ese bienestar no haría más que incrementarse sin pausa de generación en generación, no era más que una ingenua ensoñación sentimental. La crisis financiera ha demostrado que el dogma según el cual cada generación tiene que vivir mejor que la anterior es un triste espejismo y el azote del terrorismo yihadista nos recuerda una vez más -ahora en Niza- que el odio, el fanatismo y la muerte no se habían ido de nuestras vidas. Aunque nos resulte un hecho difícil de digerir, en el mundo abierto del 2016 no todos somos, como cabría esperar, más tolerantes y hospitalarios que en el siglo XIII. Lo cierto es que ni el siglo XIII fue la oscura cueva que creemos ni nuestra sociedad actual es un idílico jardín donde revolotean las ideas y el progreso.

Lo contaba con esa aguda inteligencia que solo poseen los poetas el gran escritor norteamericano Ed Dorn, que dedicó buena parte de su vida a estudiar las herejías de los albigenses del Languedoc, y que al analizar la evolución histórica de este fenómeno desde la Edad Media hasta el mundo contemporáneo concluía:

-Es mucho más fácil ser un hereje hoy que antaño. Hay más religiones dispuestas a matarte.

Hay muchos más inquisidores dispuestos a aniquilarnos porque todos somos herejes para quien está dispuesto a empuñar un camión como una guadaña y recordarnos la capacidad del hombre para retroceder obstinadamente, una y otra vez, al fondo más siniestro de la especie.