30 jul 2016 . Actualizado a las 11:47 h.

Tengo un amigo escritor que ambienta sus novelas en la ciudad donde reside --una ciudad mediana, pongamos que costera, en el norte-- y que no deja de llevar disgustos. Acostumbra a diseñar tramas recorridas por personajes marginales que se mueven en submundos que no existen, pero a los que él da corporeidad desde la ficción, y muchos lectores son incapaces de entender que lo que leen son sólo eso, fabulaciones, y no manifiestos incontestables en los que el autor condensa su forma de ver el mundo. No pasaría nada si cada uno se dejara sus problemas de comprensión lectora en casa, pero de un tiempo a esta parte empiezan a ser muchos los que pretenden convertir su cabreo íntimo y arbitrario en causa suficiente para propiciar el escarnio público. La última vez que vi a mi amigo andaba bastante fastidiado. Había acudido a un club de lectura en el que se había trabajado sobre su último libro y una de las participantes le lanzó a la cara, sin cortarse un pelo, una valoración irrebatible: «Si escribes sobre hijos de puta, es que tú eres un hijo de puta».

Hace varios años, en Francia, alguien pidió que se prohibiesen los tebeos de Astérix porque encontraba en sus páginas una incitación constante al consumo de drogas. El que yo haya llegado a enterarme demuestra dos cosas: que en todas partes hay imbéciles y que siempre habrá un periodista dispuesto a hacerse eco de la memez más pintoresca. Ocurre que, ahora que está Internet para multiplicar las resonancias, no son pocos los que aprovechan para dar aire al censor que llevan dentro e imponer una moral, la suya propia, como la única válida y digna de ser respetada por encima de cualquier otra. Antes había que currárselo un poco para que a uno le hicieran caso. Como mínimo, se exigía redactar uno o dos folios, buscar un periódico en el que quisieran publicarte la tribuna o la carta al director y esperar a ver si, con suerte, le daba a alguien por leerla. Hoy basta con diseñar una pancarta virtual en ese pandemónium llamado change.org para que de inmediato cualquier delirio adquiera categoría viral. Nunca fue tan fácil hallar cauces para expresarse, pero tampoco nunca existieron tantos canales para inducir al linchamiento. La última víctima es María Frisa, una escritora que ha publicado un libro para jóvenes en el que una niña ficticia explica su punto de vista acerca del colegio. Es probable que esa niña imaginaria diga cosas que piensan y han pensado muchas niñas reales de su edad, y es seguro que la autora trata sus reflexiones con la ironía, la distancia y la lucidez propias de quien ha vivido más que su propio personaje y sabe que la adolescencia es una etapa de la vida en la que lo fácil es confundirse. Nada de eso importa a quienes la atacan, erigidos en neocensores convencidos de que, por mucho que la literatura haya venido forjando sus propias reglas desde el principio de los tiempos, el hecho de desconocer los códigos no les impide sentar cátedra desde el púlpito que les proporciona su indigencia intelectual. No es grave que alguien considere inapropiado un libro. Sí lo es que exija su retirada de librerías y bibliotecas --en vez de limitarse a no leerlo, que es lo que hace cualquiera con dos dedos de frente-- y, sobre todo, que haya individuos capaces de quedarse tan anchos tras decir cosas como que el hecho de no haber leído un libro no les incapacita para criticarlo. Es una suerte que esta gente no haya sentido nunca la curiosidad de abrir el Lazarillo, La Regenta, Lolita o El guardián entre el centeno. Si de ellos dependiese, ya no quedaría de esas obras ni el recuerdo. Cualquier oficio, también el de escritor, se ha convertido en una profesión de riesgo. Nadie sabe en qué lugar puede esconderse un francotirador preparado para masacrarle a base de tuits anónimos. Ni la lista de la compra puede bosquejar uno tranquilo, no vayan a ofenderse los defensores de la tortilla sin cebolla al ver que le ha dado por apuntar ésta al lado de los huevos.