31 jul 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

No a menudo pero sí en ocasiones, entrechoco las rodillas ayudándome con las manos y establezco un ritmo ni rápido ni lento, ni mucho menos violento, no para no sentir dolor, del que, no obstante, huyo cobardemente porque entre mis debilidades se halla la poca, nula confieso con vergüenza, capacidad de aguante, de tal manera que, de vivir en la Esparta de Licurgo o en la Alemania de Hitler, no pasaría de la primera infancia; pero es otro el motivo que tengo para no golpearme fuerte las rodillas, perfectamente acorde con el ritmo ni rápido ni lento que imprimo a las manos sobre los laterales exteriores de las rodillas, y este motivo es la consecución de una cadencia que me aleje del cuerpo y me despierte la cognición, una fórmula más de, llamémoslo, por llamar de algún modo, autoconciencia, en paralelo a una de las ideas transversales que Maeve Ratón introduce en su libro La ciudad del poeta. A veces, mientras junto y separo las rodillas, me imagino que quien me vea, por ejemplo en una cafetería, dentro o en la terraza, porque de tanto en tanto hago una pausa en la lectura del libro que llevo, en la escritura del cuaderno que también llevo, y me pongo al ejercicio, ese que me vea, digo, pensará, sin molestarse en dudar de lo que sus ojos ven, que soy una persona de limitado entendimiento, lo que antes era etiquetado como sub-normal y después se sustituyó por un, entre otros, persona con bajo coeficiente intelectual, donde están, y es un caso, los que no pasan de 70, partiendo de que 90 es la puntuación a la que se le ha otorgado el privilegio de la normalidad y, de 120 para arriba, el de la a-normalidad, es decir, el niño prodigio, y también el joven y el adulto y el viejo prodigio, que apenas se mencionan, como diciendo que el prodigio es cosa de niños en exclusiva.

(Discúlpenme este inciso, que luego seguiré contándoles el porqué golpeo suavemente las rodillas, y la disculpa, lo deseo sinceramente, la sustento en el querido supuesto de que a algunos de los lectores les pueda divertir el inciso, que es un chiste, que, como todos los que son buenos, al principio, dejan a uno impasible y, de pronto, más que entenderlo, que este que voy a contar es sencillísimo, cae en la cuenta de sus implicaciones, de las repercusiones que tiene la acidez que eyecta, de su terrible verdad en definitiva. Este lo escuché en uno de los capítulos, y no soy capaz en estos instantes, seguramente tampoco en los próximos, de acordarme si es de la primera o de la segunda temporada de la serie yanqui Better Call Saul, que es la continuación, aunque en la línea del tiempo de la edad de los personajes, es anterior, de Breaking Bad, para mí, o sea, lo que para ustedes ha de ser irrelevante, la serie con el guión más portentoso que jamás se haya escrito para la televisión, y con una factura general superior a la ya mítica Mad Men, la otra serie que me atrevo a recomendarles, y vuelvo a disculparme por atreverme a recomendar. Pues bien, Saul, el protagonista, es abogado y está charlando con su hermano mayor, un abogado listísimo y exitoso de Nuevo México, y empiezan a contarse chistes de abogados, uno tras otro, como ametralladoras que se alternan. Los hay agudos, excelentes, socarrones, ingeniosos, pero yo me quedé con uno de los menos sonoros, de los menos agradecidos, de los menos factibles a las risotadas, y cinco líneas más adelante razonaré por qué lo elegí; uno de los hermanos le pregunta al otro: «¿Qué es un abogado con un coeficiente de 70?» Como no hubo respuesta, que es lo habitual a no ser que se sepa de antemano la solución, el hermano que planteó el interrogante, Saul, lo despeja: «Un magistrado», y los dos se ríen, claro que se ríen, sobrados de conocimientos, que es la razón por la que lo seleccioné, porque entronca con la acidez de la verdad que se da en los tribunales, con la brutal parcialidad que se da cuando el acusado no puede pagar a un bufete de abogados de minuta VIP, lo que es bastante corriente en la nación que permite seguir con vida a Donald Trump).

Ahora bien, ¿por qué someto a mi cuerpo a una cadencia que lo anule fugazmente y me despierte la consciencia? Últimamente, para  comprender el fenómeno Pokemon Go. Invalido de inmediato que las masas que andan detrás de esos muñequitos en busca y captura y recibir, como recompensa por cada apresamiento, puntos y premios, y majaderías similares, sean imbéciles. No todos son imbéciles per se. Pokemon Go es un divertimento para a-normales y normales, tal cual, sin disimulos. Más bien, yo sospecho que es la impavidez, y no la imbecilidad, la responsable de este subidón de adrenalina, endorfina, dopamina, serotonina, o el fármaco intramuros que sea; la impavidez es la voz que se sigue para alcanzar la tierra donde se ha prometido que está la miel del placer. El que busca un Pokemon alcanza a saborear la miel, es la miel en los labios, y entra en trance, ensimismado es su gloria, abjurando de todo y de todos, con el cerebro manando substancias alucinógenas. El que puede esquilmar el producto del rendimiento de uno, de cientos, de miles, de millones, es  también un jugador Pokemon que libera orgasmos inhibidores del otro, de los otros, de los demás. En el cuento de Salinger Para Esmé, con amor y sordidez, Esmé, «de unos trece años», coincide con Salinger en un café de un pueblo de Inglaterra al que había sido destinado el escritor estadounidense durante la Segunda guerra Mundial. “De pronto me di cuenta de que la jovencita estaba de pie, con envidiable aplomo, junto a mi mesa. Tenía puesto un vestido escocés, creo que con los colores del clan Campbell. Me pareció un vestido maravilloso para una señorita tan joven en un día tan, tan lluvioso? «Para ser norteamericano, parece usted bastante inteligente», murmuró Esmé, pensativa. Eso es, para ser humanos, parecemos bastante inteligentes, pero solo cuando dentro del cráneo no hay una corrida que lo anegue completamente con esos jugosos jugos masturbadores; y ese «solo» se queda generalmente solo. Pkemon Go no es más que el último virus pandémico, un autorretrato de quiénes somos y por qué el Mundo está como está. Y lo peor está por llegar, por supuesto. Lo peor siempre está al final, y pondrá FIN a esta película de terror.