Asturias como modelo de investidura

OPINIÓN

08 ago 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Las dificultades para investir presidente del Gobierno (tanto en la pasada legislatura como en la actual) invitan a reflexionar sobre el procedimiento que con tal fin establece nuestra Constitución. Y es que obligar a nuevas elecciones para el caso de una investidura fallida puede resultar poco operativo si, como ha sucedido (y era previsible) los resultados electorales no arrojan excesivas diferencias respecto de los precedentes.

Así las cosas, el actual presidente de la Junta General del Principado de Asturias ha sacado pecho para recordar que el sistema de investidura previsto para nuestro presidente autonómico habría evitado tan embarazosa situación y, por tanto, quizás convendría extenderlo al ámbito nacional. Parece oportuno, pues, analizar sobre los pros y los contras de tal posibilidad.

A diferencia de lo que sucede en los sistemas presidencialistas (en los que el presidente es generalmente designado por el cuerpo electoral), en los sistemas parlamentarios que imperan en Europa el jefe del Gobierno resulta elegido por el Parlamento o, como sucede en España, sólo por la Cámara Baja. Ahora bien, técnicamente es posible diferenciar dos tipos de procedimientos de investidura: la explícita y la implícita. La primera obliga a que el Parlamento vote expresamente a favor del candidato a la presidencia para que éste pueda convertirse en jefe del Gobierno, y esta es precisamente la situación existente en España. En la implícita, sin embargo, un candidato se convierte en presidente sin un voto favorable de la asamblea. ¿Cómo? Pues por lo general lo elige directamente el jefe del Estado (rey o presidente de la República, según se trate), y se presume que cuenta con el respaldo de la mayoría de los diputados a no ser que estos se deshagan de él mediante una moción de censura.

En Asturias el procedimiento, como vio con gran acierto en su día el profesor Francisco Bastida, se aproxima bastante a esta última situación. El motivo reside en que aquí no hay una ronda de consultas para presentar a un único candidato, como sucede en el Estado central. Por el contrario, cualquier diputado, con el respaldo de otros cinco representantes, puede postularse como candidato, y a continuación los miembros del Parlamento votan al de su preferencia, obteniendo el cargo quien obtenga un mayor número de votos (mayoría absoluta, en primera votación, o relativa, en segunda). La situación es un tanto curiosa, porque si, como es habitual, se presentan varios candidatos, los diputados podrán votar a favor de cualquiera de ellos o abstenerse, pero no podrán votar en contra (siendo varios los candidatos, ¿cómo iban a hacerlo?). Por eso, el sistema es, hasta cierto punto, de investidura implícita: el presidente puede haber sido elegido porque ha tenido más votos que los otros candidatos (mayoría relativa), pero aun así puede carecer del respaldo de la mayoría del Parlamento.

El problema en Asturias es, pues, político, que no jurídico: los diputados no pueden pronunciarse expresamente contra los candidatos y, por tanto, no pueden exteriorizar públicamente su rechazo a ellos. Pero esta situación se compensa, al menos, con el hecho de que, siendo varios los candidatos, uno va a resultar necesariamente elegido, de modo que no será necesario disolver el Parlamento y convocar unas nuevas elecciones que, posiblemente, no arrojarían resultados diferentes. De este modo, no le falta razón al presidente de la Junta General del Principado: si en el Estado central se articulase el mismo sistema, dispondríamos de presidente desde comienzos de año. La situación sería fácil de describir: los grupos parlamentarios de PP, PSOE, Podemos (y quizás Ciudadanos, aunque sería muy optimista por su parte) habrían propuesto seguramente a sus propios candidatos. Repartidos los votos de los trescientos cincuenta diputados entre esos candidatos, el resultado más previsible sería que Mariano Rajoy hubiese resultado investido presidente del Gobierno. No contaría con la mayoría de la Cámara, pero habría recibido más votos que los restantes candidatos (por ser su grupo el más numeroso) y ello le habría conferido una implícita confianza parlamentaria.

La situación resulta bastante parecida en el ámbito municipal a la hora de elegir al alcalde: los cabeza de lista pueden postularse ellos mismos como candidatos y, si ninguno obtiene el respaldo de la mayoría absoluta del pleno municipal, resulta automáticamente elegido el candidato de la lista más votada. No se requiere, pues, ni tan siquiera mayoría relativa, pero la situación se asimila a la del Parlamento asturiano en cuanto evita la celebración de nuevas elecciones.

¿Por qué en la Constitución española la situación es distinta? ¿Qué sentido tiene la investidura expresa? Evidentemente es un vestigio del pasado histórico. Los secretarios del despacho (precedentes de los actuales ministros) eran los ayudantes del rey, y éste los elegía a su libre voluntad. Cuando emergió el sistema representativo liberal, esta facultad la tuvo que compartir con el Parlamento, de modo que el rey se limitaba a proponer al primer ministro (nombre, por cierto, que aún conserva en países como Gran Bretaña), y la asamblea lo votaba. De este modo se establecía un sistema que se denominó históricamente como «orelanista» o de doble confianza: el primer ministro debía contar con el apoyo tanto del Rey (que lo proponía) como del Parlamento (que lo elegía). Con el paso del tiempo, el rey quedó circunscrito a funciones más nominales, y la doble confianza quedó reducida al solo apoyo del Parlamento, pero el Monarca conservó siquiera formalmente la posibilidad de proponer al candidato a la Presidencia.

Hasta ahora, el bipartidismo existente de facto en España, apuntalado por la fórmula D’Hondt y por las circunscripciones provinciales (que impiden una mejor proporcionalidad representativa) había propiciado mayorías absolutas que propiciaron las investiduras de los candidatos a la presidencia del Gobierno. Pero desde el año pasado la situación es otra: las mayorías absolutas no existen, aunque persisten los hábitos dominadores de los partidos políticos, incapaces de pactar para lograr el consenso en vez de la imposición.

Que sea el lector quien saque conclusiones y quien juzgue qué sistema es el más adecuado. Por mi parte estimo que, en la actual coyuntura, no le falta razón a Pedro Sanjurjo: el modelo asturiano parece bastante exportable.