El Xirin huele a victoria

OPINIÓN

08 ago 2016 . Actualizado a las 14:19 h.

Llevábamos un año esperándolo, y el Xirin ya ha pasado. Se nos escapó entre las manos como se nos escapa la vida.

Me despierto algo aturdido y con una acidez de estómago brutal. Aún en la cama toco mi nariz y me sueno con fuerza, esos mocos oscuros que salen son parte intrínseca e indivisible del Xiringüelu: la esencia. Me arrastro a la ducha y froto con un cepillo mis uñas, que muestran un color negro asqueroso. El agua fluye y puedo observar cómo se va tiñendo de marrón mientras recorre mi cuerpo para acabar en el desagüe.

Ayer ha sido el mejor domingo del año, y todos sabíamos que así iba a ser. Madrugar un domingo nunca ha sido tan prestoso. Llegar al Prao Salcedo a primera hora, bien temprano, cuando el cielo muestra ese juego de azules y grises. La calma antes de la tempestad. Observar las casetas, el territorio, la sidra llegando. Nunca voy a estar tan cerca de una calle de la periferia de Liberia como esas mañanas de domingo del Xirin.

Llegar a la caseta es un ritual profano que bien merece bendición. Hasta cerca de las 12:00, que empiezan a llegar autobuses atestados de gentes de diferentes lugares de la geografía asturiana, la fiesta conserva su esencia pura. Beber sidra -o lo que gusten-; comer; cultivar la amistad y el amor; disfruta y ser felices. En esto consiste esta fiesta, que contado no parece para tanto. Pero les aseguro que es la mejor fiesta asturiana, me atrevería a decir que es de las mejores fiestas del mundo, prueben a dejarse caer ese domingo por Pravia.

Mi primer Xiringüelu fue con 15 años, y la verdad no recuerdo mucho. La juventud, la expectación y mucha sidra hicieron estragos y una nebulosa cubre muchas horas de aquel, ya, lejano domingo de agosto. Ya son diez bajo mis espaldas, y la experiencia es un grado. Los años han hecho que ya no haya nebulosas, pero la tremenda resaca de todos esos lunes de agosto perdura.

Pisé el Prao Salcedo y al instante me atrapó, no sabría decirles la razón, pero sabía que esa fiesta era para mí. «Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver» canta Sabina, pero se equivoca. Todos los años vuelvo, con la misma expectación que ese niño primerizo que pasó la niñez viendo a los mayores llegar en tren de una fiesta. Todo eran risas, y canciones, y abrazos. Y aquel niño no entendía nada hasta que lo vivió en sus propias carnes.

Este domingo lucía el sol en lo alto, el polvillo negro de las orillas del Nalón, muestra del pasado minero de nuestra Asturias, flotaba en el ambiente y lo invadía todo. Dispersados entre las casetas y la zona de botellón cientos de jóvenes festejando. La sidra conquistaba el Salcedo, y a cada culín el ambiente mejoraba. Mucho bikini y chicos sin camiseta, pintados con rotulador y firmados por amigos y desconocidos. Una pareja trata de bajar al río buscando intimidad y cuando quieren darse cuenta están en 'la zona chill out' de la caseta El Espantayu; y no puede estar más concurrida.

La tarde llega cargada de mucho alcohol, la amistad surge entre desconocidos y las hormonas se descontrolan. Una pareja entrada en años se besa a las puertas de El Busgosu mientras les vierten encima litros de sidra y kalimotxo. El ocaso hace su aparición, la zona de casetas comienza a vaciarse y muchos toman camino hacia sus casas. Un olor a sidra penetrante lo baña todo, un olor que es el olor de la victoria: el Xirin huele a victoria.

Los más fiesteros acuden a la zona del botellón a exprimir las últimas horas de la fiesta en la barra con el DJ, las horas y los excesos hacen mella. Y como si de un éxodo se tratase van abandonando la tierra prometida. «Hasta el año que viene» dice un joven llamado Pablo Fernández, mientras sostiene en su mano un puñado de tierra que luego besará y arrojará de nuevo al suelo.

Sólo nos queda esperar otro año, que parece muy largo pero tampoco es tanto. Se ha dado fin a una de las semanas más festivas del estío asturiano, pero no decaigan. Aún nos queda mucho que disfrutar.