Política: la técnica de lo inevitable

OPINIÓN

01 sep 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

La popular sentencia que afirma que la política es el arte de lo posible continúa, a pesar de los pesares, fuertemente instalada en el imaginario colectivo. Como ocurre con muchos aforismos que hacen fortuna, su paternidad se la disputan personalidades de la talla de Aristóteles, Maquiavelo o Bismarck; en cualquier caso, todas sus versiones remiten a una misma idea: la política consiste en influir en la realidad, dentro de los límites de la misma. Lamentablemente, esta definición de la dedicación al servicio público ha ido vaciándose de contenido a medida que dichos límites se han ido haciendo cada vez más opresivos. En algún momento, la política dejó de ser el arte de lo posible y se convirtió en la técnica de lo inevitable.

Técnica, y no arte, porque ya no depende del bagaje y el instinto de los políticos, mucho más acostumbrados a la calculadora que a la pluma; inevitable, en lugar de posible, porque cada vez más cosas escapan al control de la política, que solo puede, en el mejor de los casos, dosificar las consecuencias de las decisiones que se toman lejos, quién sabe dónde. En realidad, esto es tan evidente que no merece la pena darle demasiadas vueltas. Resulta más interesante preguntarse por qué este problema tan obvio no parece preocupar en exceso a una gran parte del electorado y, al mismo tiempo, nuestra sociedad sigue dando una tremenda importancia a la evolución del juego político.

Resulta sencillo permitirse a uno mismo confiar en ese conjunto de engranajes que, según se deduce de lo que nos cuentan quienes siguen sus designios, resuelven todo de forma precisa; pero afirmar que hay recetas infalibles para ingredientes cambiantes supone, además de aceptar algo absurdo, olvidar que en el origen de cualquier mecanismo, por sofisticado que sea, se encuentran los hombres, sus fines y sus circunstancias.

Sin embargo, como decíamos, curiosamente el show continúa gozando de buena salud, a pesar de que todos sabemos que en esta función ya no salen conejos de la chistera; últimamente, incluso, apartamos la vista cuando anuncian el número del serrucho, porque ya hemos visto de cerca la tragedia. No hay ambición, nadie se guarda ases en la manga y los mensajes de quienes deben enfrentarse a la realidad para que se nos haga más llevadera están vacíos. El procesador, siempre atento, subraya en azul las iniciativas políticas que no concuerdan con lo posible y en rojo lo que no se debe expresar.

Independientemente de lo reconfortante que consideremos revolcarnos en el barro que forman estas cuestiones (probablemente poco), tenemos que admitir que este tipo de protestas están habitualmente impregnadas con un derrotismo propio de quienes se han convencido de que, efectivamente, la realidad no se puede cambiar. O, peor, con el temor de los que por si acaso prefieren quedarse como están. Y esto no solo convierte estos lamentos en una pérdida de tiempo y energía, sino en algo todavía peor: los convierte en la constatación de que, como sociedad, aún no hemos acabado de vislumbrar la gravedad que reviste tener este motivo concreto de queja. Por eso las fórmulas matemáticas, que sí se pueden retorcer en caso de necesidad, siguen cuadrando, y la política ha dejado de ser un arte. Propongo, por lo tanto, la creación de un ciclo formativo de grado medio en el que los mejores de entre nosotros aprendan sus rudimentos. Hay que invertir en formación profesional. La realidad cada vez demanda más técnicos.