Por lo que a mí se me alcanza, hay dos torres de Babel: la que inventó Dios en el Génesis (11, 7), cuando limitó el poder de los hombres multiplicando las lenguas y dispersando los pueblos; y la que la que estamos inventando los españoles, empeñados en mantener la lengua común, heredada del Estado moderno, mientras multiplicamos ad libitum los significados de cada palabra. Y nadie debe dudar de que, si las torres de Babel son castigos a la prepotencia de los pueblos, el Dios del Génesis solo es un aficionado. Porque, mientras de la divina torre de Babel se puede salir por la puerta de las escuelas de idiomas y las traducciones simultáneas, de la Babel española es imposible fugarse, porque cualquier traducción aumenta la confusión.
Pongamos un ejemplo. Si usted quiere hablar del cambio a todos los europeos, es suficiente con que diseñe un rótulo con cuatro palabras (cambio, change, échange, geldwechsel) para que los 450 millones de habitantes de la UE sepan lo que quiere decir. Pero si usted escucha la palabra cambio en el debate de investidura, dicha primero por Sánchez y repetida a destajo por populistas, nacionalistas, independentistas, canarios, navarros, indignados y plutócratas, además del PP y el Ibex, enseguida se da cuenta de que ninguno dice lo mismo, que se contradicen hasta las raíces, y que incluso se pueden estar insultando.
Lo mismo sucede con las palabras pueblo, gente, ciudadanos, democracia, ley, España, nación, dialogo, pacto, flexibilidad, sí, no, ganar, perder, progreso, libertad, pobreza, euro, devaluación, deuda, déficit, impuestos y todas las entradas del Espasa. La consecuencia es que no podemos entendernos, ni saber de qué hablamos, ni hacer coaliciones, ni establecer si somos una nación, un Estado, un reino de taifas, un montón de regiones folclorizadas o un fracaso histórico absoluto al que todos sus hechos y patrimonios le llovieron del cielo mientras apuntillábamos toros y palmeábamos flamenco.
Por eso temo que el fracaso de la gobernabilidad no venga de las diferencias ideológicas, los egoísmos personales, el fariseísmo regenerador o el tacticismo electoral, sino de la alocada carrera que hemos emprendido para, sobre la base de la excelsa descentralización del Estado que hemos construido, fragmentar España en poderes, territorios, partiditos, historias artificiosas, pueblos divinos, pueblos imperialistas, naciones Estado, naciones sin Estado, nacionalidades, regiones, parroquias y confederaciones hidrográficas. Así hemos llegado a que cuanto más claro hablamos, menos nos entendemos. Y cuanto más queremos a nuestra tierra, más patria destruimos. Así que, o reconstruimos lealmente el Estado, en todas sus perspectivas, o no tenemos remedio. Porque la amenaza es esta: lo que aquí nos pasa hoy, ya le pasó a muchos. Y todos acabaron trágicamente.