Corría el año 1822 cuando Antonio Alcalá Galiano, a la sazón liberal exaltado, propuso por vez primera en España la disciplina de voto entre aquellos colegas suyos con los que tenía mayor afinidad política. Fue un hito decisivo, pues por aquel entonces no habían emergido todavía esas asociaciones que hoy todo lo fagocitan, los partidos políticos, de modo que la propuesta del político gaditano contribuyó a tomar conciencia de ellos.
A medida que los partidos fueron cobrando relevancia, la disciplina se empezó a considerar un elemento capital para su operatividad. El primer tratado sobre los partidos políticos en España, De la organización de los partidos en España, considerada como medio de adelantar la educación constitucional de la nación (1855), obra de Andrés Borrego, entendía que los partidos tenían que asumir, entre otras, dos notas básicas: un ideario completo y nacional (lo que suponía desconocer los partidos territoriales) y una adecuada organización interna que incluía una disciplina de voto entre los integrantes de la formación.
En la práctica la implantación de la disciplina de voto resultaba compleja, porque en el seno de los partidos españoles era frecuente la emergencia de grupos y corrientes de opinión que a la postre acababan incluso desgajándose del «partido matriz» para dar lugar a nuevas formaciones. La mayor o menor disciplina interna de los partidos se hallaba también condicionada por la estructura de éstos. Partidos con una alta descentralización (como el Partido Federal) tenían menos capacidad para lograr imponerla, en tanto que partidos altamente jerarquizados, como el Partido Socialista (en parte por herencia del guedismo), acabaron implantándola con mayor éxito.
A día de hoy la disciplina se considera, erróneamente, como un elemento consustancial a los partidos políticos. Cualquier disidencia o voto que se aparte de esa disciplina se interpreta de forma inmediata como un acto de transfuguismo, y entraña casi siempre la fulminante expulsión del discrepante tanto del partido político como del grupo parlamentario. La unidad de los partidos se ha trocado en uniformidad, al punto de que, dentro del hemiciclo, la actuación de los diputados y senadores es a todo punto borreguil, conociéndose de antemano cuál va a ser el resultado de las votaciones. Para eso más valdría que hubiera un solo diputado por grupo parlamentario, cuyo voto contase (como sucede en la Junta de Portavoces) tanto como el número de escaños que le corresponden a ese partido. Imagínense el ahorro en sueldos que supondría.
En los excepcionales casos en los que un partido permite «el voto libre» de sus diputados, es porque se trata de cuestiones menores, y el hecho mismo de que deba autorizar ex ante esa libertad a los representantes refleja que se trata sólo de una concesión graciosa, de una excepción a la implacable regla de sumisión.
Fuera del hemiciclo, la disciplina parlamentaria se convierte en lo que los líderes de los partidos llaman «voz única». Las discrepancias, tan propias de la democracia, se consideran un anatema. Ya pueden aparecer los miembros del partido con una sonrisa forzada en el rostro diciendo que «en nuestro partido se consideran muy sano el intercambio de opiniones», porque la realidad es bien distinta: esas discrepancias se interpretan como tácticas conspiratorias y viles traiciones.
No. La disciplina de partido tal cual se aplica en España no es ni lo común ni lo deseable. En democracias más consolidadas, como la británica o la estadounidense, no existe ni por asomo una rigidez semejante. Los partidos tienen sus líderes, cierto, pero estos no pueden contar con el voto ciego y el vasallaje absoluto de sus correligionarios. Es a ellos a quienes el líder del partido ha de convencer en primer lugar, ya que de lo contrario se puede encontrar con que los miembros de su propia formación votan en contra suya.
¡Cuánto más fácil serían las cosas en la actual encrucijada española si aquí existiese esa misma concepción flexible de la disciplina de partido! No sería necesario en el PSOE convocar congresos extraordinarios a modo de «cuestión de confianza” para»ver si se avala o no la posición de Pedro Sánchez, ni tampoco se barajarían tácticas para derribarlo ante el empecinamiento de quien ya casi es un cadáver político. Bastaría con que cada diputado votase en el hemiciclo según su conciencia, y decidiese si era mejor rechazar al candidato presidencial, condenándonos a unas nuevas elecciones, o abstenerse, para desbloquear una situación que resulta ya dantesca.
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