Después de haber visto el debate entre Hillary Clinton y Donald Trump, a poco menos de mes y medio de las elecciones presidenciales en ese país norteamericano, son muchas las conclusiones que pueden ser extraídas. Económicas, fiscales, de desarrollo social, de liderazgo global, sobre la posición de motor económico mundial, entre muchas otras, pero, sin duda, hay una que no puede pasar desapercibida: el gran poder de la palabra. Todos los medios de comunicación internacionales (al menos los más serios y reconocidos) dan la victoria a la candidata demócrata, lo cual no sorprende, ya que más allá del grado de afinidad política, y de las respuestas sobre urgencias en materia económica y de desarrollo que pudieran tener, Hillary Clinton fue la única de los dos candidatos que pudo utilizar la palabra como una herramienta digna de alguien que aspira a presidir la Casa Blanca.
En este mismo espacio, hace aproximadamente un mes, escribí un artículo de opinión titulado Goodbye Mr. President mediante el cual invito a la reflexión sobre la pauperización en la oferta política (en consonancia con un contexto convulso) y la depreciación en la figura presidencial que vive Estados Unidos, pero también hago hincapié en la utilización del miedo como motor del discurso del candidato por el partido republicano. Y es justo este punto el que se hizo presente cada vez que el señor Trump tomaba la palabra. Bravuconería, altanería, soberbia, así como exaltación del miedo, fueron algunos de los recursos que utilizó constantemente para intentar opacar a una contrincante quien, por el contrario, se condujo a la altura de un debate de esa magnitud. Hillary, una mujer con una trayectoria académica y política de excelencia en todos los niveles, jamás perdió la serenidad y expuso de forma clara, sistemática y objetiva a cada una de las preguntas que le fueron hechas por el moderador. No podemos decir lo mismo del candidato republicano, quien inmediatamente adoptó un tono agresivo, con un volumen de voz elevado y una cadencia excitada, con lo cual rompió todo protocolo respecto a los tiempos para responder, el orden temático, y el respeto hacia el contrincante político. En pocas palabras, ella, una candidata preparada y profesional a la altura de un debate político de nivel presidencial, frente a un simple y común brabucón de bar.
En materia fiscal y de desarrollo, Hillary Clinton expuso (en los dos minutos que tenían para responder) que su propuesta en materia de impuestos sería indudablemente enfocada en crear las bases de un sistema que favoreciera al bienestar social, en donde la creación de escuelas, hospitales y demás instituciones públicas puedan incrementar y fortalecer el nivel de vida de la (cada vez más creciente) clase media. Donald Trump, quien constantemente sobrepasó los dos minutos requeridos para responder (algo muy fuera de la seriedad y formalidad que un debate de esa naturaleza merece) se limitó a dejar claro que su propuesta está centrada en bajar sustancialmente los impuestos para así fomentar el que «supuestos inversionistas que han emigrado a países con mayores facilidades fiscales» regresen a invertir a Estados Unidos, para que de esa manera se «gane toda esa ventaja comercial que China ha robado».
Por otra parte, después de diversos ataques personales de Trump a Clinton sobre su uso de «buenas ideas, pero nada de acción», el candidato republicano se limitó a justificar que el modelo económico imperante (el cual condujo incuestionablemente a la crisis financiera global de finales del 2008) es la «única» manera de consolidar una clase industrial potente para sacar adelante al país. No hace falta ser Joseph Stiglitz o Paul Krugman para saber que la comprensión de modelos económicos internacionales que tiene el señor Trump no sobrepasa aquella que se tenía en los años ochenta.
Pero el presente texto no tiene la intención de ser un análisis profundo o puntual sobre cada uno de los rubros expuestos durante el debate. Para eso hay muchos medios especializados que ya lo han hecho y mucho mejor que yo. El punto sustancial, que intento destacar en estas líneas, es la gran diferencia que existe entre el uso de la palabra entre ambos candidatos. Claro, esto bajo el supuesto de que las capacidades de argumentación y el uso de la retórica tiene una relación indisoluble con las capacidades de pensamiento y de manejo de ideas de mayor complejidad. Expuesto esto, no queda duda que Donald Trump, pese a ser un empresario sumamente exitoso en cuanto a la consolidación de su capital privado, no está a la altura para contender por la presidencia del país más poderoso del mundo. Aunque tenga tantos seguidores, definitivamente sus limitaciones en la creación de argumentos, solución de conflictos, diseño de proyectos incluyentes y de desarrollo común, no le permiten jugar en las «grandes ligas» como otros grandes estadistas de ese país lo han hecho. Su discurso, sobrecargado de miedo (un grave cáncer social que aqueja profundamente a los ciudadanos estadounidenses), la utilización exclusiva de conceptos tan simples como «law and order» (ley y orden) para solucionar problemáticas históricas y de gran complejidad como lo es la segregación racial y la descontrolada ola de violencia por armas de fuego en diversos núcleos urbanos, lo exhiben como alguien que carece de capacidades efectivas para presidir a un gigante económico, político y social que urge, indiscutiblemente, de una reforma profunda. Alguien que se limita a expresar calificativos peyorativos sobre todo lo que no pertenece a su agotada idea de lo que «debe ser» una nación próspera, no se encuentra a la altura de alguien egresada de la Facultad de Derecho de Yale, con una lista envidiable de menciones honoris causa y con una trayectoria política envidiable.
Faltan cuarenta y cinco días para que el proceso electoral concluya y se lleven a cabo las votaciones. Al parecer después del debate, en términos numéricos y de preferencias en el electorado, no ha habido un gran cambio en los resultados de las encuestas (que si bien dan cierta ventaja a Hillary, siguen manteniendo un margen bastante estrecho entre ambos contendientes). Faltan dos debates más, lo cual sugiere aún mucha incertidumbre en el panorama en esta recta final electoral estadounidense. Este pasado debate pareció ser más generalista, y donde, a grandes rasgos, se dejó ver el nivel de creación discursiva y de argumentación, en cada uno de los candidatos. Si ese fuera el punto decisivo para definir preferencias, me parece que no hay competencia alguna y Hillary Clinton sería indiscutiblemente la ganadora, pero aún faltan dos encuentros en donde, forzosamente, se abordarán temas espinosos (como las relaciones políticas y comerciales con México, el desarrollo armamentístico y la limitación al acceso a armas de fuego por parte de la ciudadanía, inmigración y seguridad nacional, relaciones internacionales, entre otros). Ello supone una lucha de resistencia, en la cual ganará no sólo el que mejor se defienda o el que mejor ataque, sino quien sea el mejor dentro de esa arriesgada estrategia a la que han jugado desde que comenzó la contienda, es decir: apostar al error del contrario más que a la fuerza de la propuesta propia.
Política nueva frente a política antigua, como algunos medios han expresado, ¿puede ser? Pero me parece que las cosas, hasta este momento, están claras. Un empresario, multimillonario y fenómeno mediático, frente a una distinguidísima académica y política con más de treinta años de experiencia en la administración púbica y egresada de una de las mejores universidades del mundo. Él, emisor de un mensaje agotado, básico, excluyente, cerrado y limitado. Ella, clara, y aunque con muchos aspectos a mejorar, sensata y con un uso de la palabra y la argumentación propio para poder iniciar esa reforma política, económica y social tan profunda que necesita ese país (si pretende retomar su liderazgo indiscutible a nivel global). Como he dicho antes, faltan días, faltan debates. Sí, existe, y no sólo en el debate por la presidencia estadounidense, una «falta» una «ausencia», ¿de qué?, de consenso, de construcción de un proyecto común, de protocolo, de interés por lucir una retórica aplastante y vasta en manejo de ideas, formación, multi e interdisciplinariedad. Sobra populismo barato, demagogia, lugares comunes, bravuconería, apatía, y justificaciones de lo injustificable. Sorprende, y mucho, que en esa puntual contienda, la excelencia académica en consonancia con una trayectoria de treinta años en la administración pública, esté a la par en peso con la justificación voraz de un modelo económico arcaico en voz de alguien ajeno a la política.
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