El odio

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

15 oct 2016 . Actualizado a las 10:19 h.

Me declaro públicamente contrario a la tortura, me manifiesto contrario a las corridas de toros, combato con la palabra escrita el espectáculo primario y salvaje de la mal llamada fiesta nacional en la que no me reconozco, y de la misma manera me estremezco y denuncio el odio que contiene unos recientes comentarios , amenazas embozadas en esa silenciosa arma letal que son las redes sociales, desde donde se ha deseado la muerte a un joven valenciano, enfermo de una rara versión de un cáncer, que desea ser torero y al que un puñado de toreros le rindió un homenaje de afecto y lo sacaron a hombros por la puerta grande de una plaza, de un coso taurino, cumpliendo de esta forma un anhelo casi infantil, una profunda ilusión de un chaval que vio cumplido parte de su sueño imposible.

El joven Adrián fue víctima de la más vil de las vesanias encubierta en el anonimato de un seudónimo camuflado en los ciento cuarenta caracteres de una red social que le deseaba explícitamente la muerte, por soñar con ejercer una profesión que mata «a otros animales». Siguieron otras amenazas con idéntica crueldad, escritas sin piedad e incluso amenazando, según consta en denuncia policial, de muerte a él ya su hermana.

En el mapa inmenso de las emociones nada hay más irracional que el odio, que excluye y divide con argumentos de muy difícil interpretación.

El odio provoca y sostiene guerras, justifica el crimen y el dolor, es coartada en los asesinatos, y desde luego es más fuerte que el amor. Una débil línea de la geografía de los afectos separa ambos sentimientos.

Hace algunos años, un conflicto bélico en el corazón de Europa mantuvo una inexplicable guerra que entre otras barbaridades, además de causar miles de muertos víctimas de un odio incivil, destruyó el puente medieval de la bella ciudad croata de Mostar y arrasó la biblioteca de Sarajevo, bombardeada con artefactos incendiarios arrojados por la artillería serbia. Cuando esto sucedió, un viejo amigo que participaba conmigo en congresos internacionales de autopistas, tarea que por entonces me ocupaba, me mandó una postal que reproducía la vieja biblioteca y en dos palabras definió brutalmente lo que estaba sucediendo. En el reverso de la postal había escrito mi colega: «el odio». Siempre recordaré aquella imagen, como ahora exhumo del baúl de la memoria la anécdota atribuida a Proust y Joyce, que coincidieron en un taxi para realizar un corto trayecto. El primero le dijo al segundo que no había leído ningún libro suyo y Joyce le respondió a Proust que él tampoco lo había leído. Al bajarse del automóvil, ambos lamentaron que el trayecto fuera tan corto, lo que les impidió que pudieran insultarse a través del elogio mutuo, y no explicitaran su odio recíproco.

Hoy el odio se hace público a través de ese mecanismo simple y banal de las redes sociales que ya son una pandemia universal, que permite el insulto y el anonimato, la infamia y la calumnia, que convierte los deseos infantiles en peligrosas líneas rojas que se traspasan con la impunidad de frecuentes juegos prohibidos.

Yo si pudiera reparar las amenazas recibidas por Adrián, le desearía sinceramente larga vida y curación del mal que le aqueja, en un mundo en que los toros bravos pasten en las dehesas de un país que hubiera desterrado el odio de su vocabulario. Dios me oiga.