«Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo». La frase se le atribuye a Voltaire erróneamente. En realidad nunca salió de sus labios. Fue su biógrafa Evelyn Beatrice Hall quien, en su libro Los amigos de Voltaire (1906), la puso en boca del ilustrado para verbalizar el meollo de las ideas progresistas e ilustradas del autor de Cándido. Quién lo haya dicho es lo de menos, porque hay aseveraciones que no precisan del recurso a la autoridad para hacer valer su razón. El «Venceréis, pero no convenceréis» que les espetó Unamuno a los franquistas en el paraninfo de la Universidad de Salamanca merecería el mismo crédito si su autoría, en vez de al rector de aquella santa casa, perteneciese al bedel. Lo que importa es que de la dialéctica abierta entre esas dos máximas, la falazmente ilustrada y la felizmente noventayochista, nace una buena síntesis de lo que deberíamos entender por democracia. Hablar y dejar que hablen, y escuchar y ser escuchados, para exponer nuestros argumentos y atender a los argumentos ajenos y permitir que de la ecuación surja una teoría convincente que nos haga iniciar la marcha.
Que Felipe González y Juan Luis Cebrián no son dos personas especialmente queridas por las multitudes lo sabe cualquiera que más o menos lea los periódicos. Que a los dos se les pueden, y deben, reprochar bastantes cosas teniendo en cuenta sus dilatadas trayectorias, pero acaso especialmente lo sucedido en estas últimas semanas, también. Ninguna de estas dos afirmaciones justifica que se les impida hacer uso de la palabra en una conferencia, mucho menos en una universidad, presunto templo de la sabiduría y reducto inexpugnable del pensamiento y la palabra. Los doscientos alborotadores que, en vez de acudir al acto y exponer sus puntos de vista discrepantes y obligar a quienes conferenciaban a quedar retratados en el turno de preguntas, optaron por seguir los viejos métodos fascistas para boicotear la charla, dejaron que sus actos derribaran toda la razón que podían entrañar sus argumentos. Vencieron en su propósito, pero en absoluto han convencido a nadie. Los actos definen a las personas tanto o más que las palabras, y hay muy poca lucidez en ese asalto extemporáneo al Aula Magna, como tampoco hubo la menor inteligencia en las palabras descafeinadas con las que cierto líder político intentó quitar hierro al asunto al intuir que los enmascarados eran fieles de su parroquia. No es lo mismo discrepar o protestar, cosas muy sanas y necesarias en ambos casos, que intimidar y tratar de agredir a quien piensa lo contrario, por muy odiosas que nos resulten sus argumentaciones. Me pregunto qué habría pasado si, en vez de Felipe González, el conferenciante hubiese sido Julio Anguita y sus atacantes unos aplicados cachorros falangistas. O si a un interviniente palestino se le hubiesen echado encima irascibles defensores del sionismo. Seguramente quienes ahora echan pelillos a la mar pondrían el grito en el cielo, y harían bien. Esa prueba del algodón es la que más a las claras evidencia su mentira. La razón, cuando es veraz, también es ecuánime.
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