Réquiem por el diálogo político

OPINIÓN

08 nov 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

La ventaja de las luchas de poder en democracia, por comparación con otros sistemas políticos y otros contextos históricos, es que no acaban en el aplastamiento del adversario y su eliminación, sino en la ponderación de alternativas y el predominio en cada momento de una sobre otra. Claro que hay mezquindades, males artes, batallas intestinas y manipulaciones varias. Al fin y al cabo se trata de un combate por la conquista y conservación del poder; y por hacer prevalecer intereses y visiones contrapuestas, muchas veces antagónicas. Pero todo ello sobre la base del respeto a la minoría, la aceptación del pluralismo y la convicción de que quien hoy disiente puede legítimamente aspirar a exponer su posición sin pagarlo caro, y que, además, habrá puntos en común sobre los que trabajar juntos sin necesidad de buscar permanentemente la confrontación.

Más allá de evitar la destrucción de los contendientes y de los juegos dialécticos de los líderes, para que el sistema democrático funcione es necesario que la manifestación del poder político, su reflejo en la acción de gobierno y en las instituciones representativas- resulte además eficaz. No se trata sólo de conseguir que las inquietudes y formas de pensar con predicamento suficiente tengan asiento en los parlamentos y en el debate público. Se trata también de que la distribución del poder político permita la articulación de mayorías y consiga la legitimación para traducirlas en la aplicación de un programa y su gestión efectiva. Conseguir gobiernos operativos, evitar la inestabilidad permanente, establecer entre poderes una relación de controles y contrapesos pero también de corresponsabilidad en la consecución de objetivos comunes, es esencial para evitar la confusión y el hastío que cualquier situación de incertidumbre permanente provoca.

Que nuestro sistema político haya demostrado el dinamismo suficiente para articular distintos relevos y el nacimiento y desaparición de partidos desde 1977, es una muestra de adaptación y flexibilidad ante los ritmos y necesidades de los tiempos. Contrariamente a la idea extendida sobre un supuesto carácter monolítico de la representación política, no ha sido así si vemos con perspectiva fenómenos como la creación y rápida desaparición de UCD, la transformación de la marginal Alianza Popular del franquismo sociológico en el mayoritario Partido Popular, la evolución del PCE hacia el postcomunismo, las coaliciones y los frentes amplios de izquierda, la aparición de partidos como el CDS que durante un periodo adquieren cierta relevancia sin llegarse consolidarse, los cambios en las distintas fuerzas nacionalistas y regionalistas, o la capacidad que, al menos hasta ahora (momento en el que pasa por el trance más crítico), ha tenido el PSOE para regenerarse manteniendo un papel central en la política española. En este panorama, el aumento de la fragmentación partidaria y la aparición de Ciudadanos y Podemos ha sido muestra también de esa capacidad de respuesta del sistema representativo tras los efectos de la crisis, con la novedad sustancial de que, para conseguir una mínima operatividad y la efectiva posibilidad de constituir gobiernos con capacidad de actuación, se precisa ahora acudir a pactos, coaliciones y composiciones complejas con varios afluentes, para las que se necesitan una dosis de habilidad política y capacidad de diálogo superior a la que hasta ahora se ha empleado. Aunque en el nivel local y autonómico esta experiencia ya se ha venido produciendo, con distintas fórmulas y expresiones, y no sólo desde 2015 (los ejecutivos de coalición y los pactos de lo más diversos son moneda común en ayuntamientos y comunidades desde hace mucho tiempo), en el ámbito estatal parece claro que las actitudes cortoplacistas, el oportunismo y la falta de valentía política no lo han permitido.

El resultado no puede ser, por el momento, más desolador. Después de dos elecciones generales en las que existía una fuerte corriente de cambio, se ha frustrado toda expectativa de que éste se produjese, como se materializa con la continuidad del PP, en solitario y dispuesto a seguir por la misma senda, consciente de que la debilidad del resto se lo permite. Los partidos con disposición a facilitar la gobernabilidad, como Ciudadanos y el PSOE, han sufrido un desgaste severo, perdiendo apoyos electorales y puntos de referencia hasta el punto de encontrarse ante la necesidad, en el caso de C’s, de renunciar a su objetivo de desplazar al amortizado Rajoy, y, en el caso del PSOE aceptando abstenerse sin negociación ni contrapartida política alguna, ante el vértigo de unas terceras elecciones en un contexto de máxima división y fragilidad. Todo ello sin que, además, haya un gobierno con un mínimo de estabilidad garantizada, sin que se construyan alternativas viables, dejando inéditas cualquiera de las otras fórmulas que la aritmética parlamentaria (tanto tras las elecciones de 2015 como las de 2016) hubiera demandado. A la vez que se pone de manifiesto la incapacidad para que el juego político salga de la inoperancia y el desconcierto, las actitudes tribales se encuentran a la orden del día y en pleno apogeo. No hay trazas de que el invocado diálogo pase de ser un titular que lanzar a la prensa, mientras caminamos a un escenario en el que prospera el discurso más pobre, a medio camino entre la soflama y el cinismo.