La conjura contra América

Luís Pousa Rodríguez
Luís Pousa CON LETRA DEL NUEVE

OPINIÓN

10 nov 2016 . Actualizado a las 08:00 h.

En La conjura contra América, Philip Roth hace un ejercicio de masoquismo retrospectivo. En esta visionaria novela publicada en el 2004, Roth vuelve a la patria de su infancia, el barrio de Weequahic, en Newark, Nueva Jersey. Regresa a aquel microcosmos judío frente a la bahía de Nueva York para plantear una hipótesis aterradora: qué habría sucedido si en las elecciones presidenciales de 1940, en lugar de que Franklin Delano Roosevelt hubiese accedido a su tercer mandato en la Casa Blanca derrotando a Wendell L. Wilkie, hubiese perdido frente a otro candidato republicano: el aviador y héroe popular Charles A. Lindbergh. El piloto -y esto no es ficción- era un declarado aislacionista, partidario de que Estados Unidos no interviniese en la Segunda Guerra Mundial y coqueteó abiertamente con el nazismo y la xenofobia. Lindbergh fue un entusiasta activista del comité América Primero, que hacía campaña para que EE.UU. no acudiese al rescate de Europa y los judíos, y que tuvo que disolverse tras el ataque japonés a Pearl Harbour.

En su discurso, Lindbergh abogaba por levantar una «Muralla Occidental de raza y armas» para protegerse frente a «la infiltración de sangre inferior» y «el debilitamiento a causa de las razas extranjeras». Para el icono popular de aquella América, la aviación era «una de esas inestimables posesiones que permiten a la raza blanca vivir en un mar proceloso de amarillos, negros y moros».

El senador republicano William E. Borah lo animó a presentarse como candidato a la presidencia de Estados Unidos, pero Lindbergh declinó la invitación. Hasta ahí, la realidad. En La conjura contra América, Roth imagina qué habría ocurrido si Charles A. Lindbergh hubiese aceptado esa propuesta.

El primer sobresalto, nos cuenta el narrador, fue la nominación en junio de 1940 del aviador como candidato a la presidencia por parte de la Convención Republicana en Filadelfia. El segundo sobresalto llegó en noviembre: «Los resultados de las elecciones de noviembre ni siquiera fueron igualados. Lindbergh consiguió el cincuenta y siete por ciento del voto popular y, con un triunfo aplastante, ganó en cuarenta y siete estados».

A partir de ahí, Charles A. Lindbergh se reúne con Hitler en Islandia y firma un acuerdo de no agresión con la Alemania nazi. Los judíos de Weequahic entran en una pesadilla sin fin.

76 años después, no estamos en medio de la Segunda Guerra Mundial. Hillary Clinton no es Franklin D. Roosevelt. Donald Trump no es Charles A. Lindbergh. Y Putin no es Hitler. Pero sí hay algunas coincidencias estremecedoras entre lo sucedido el martes en Estados Unidos y lo imaginado por Philip Roth. Porque el primer sobresalto de esta nueva conjura contra América llegó el 20 de julio del 2016 en Cleveland con la nominación de Donald Trump como candidato republicano a la Casa Blanca. Ese día, en un mensaje por vídeo desde su cuartel general en Nueva York, Trump agitó a los compromisarios con un grito de guerra conocido:

-¡América primero!

El segundo sobresalto nos sacudió de madrugada, cuando las teles anunciaron que el «muro azul» de los estados tradicionalmente demócratas había caído bajo las pisadas del paquidermo republicano. Trump era el nuevo presidente de EE.UU. Los gurús que no lo habían pronosticado pasaron a explicar con detalle que era algo cantado.

«Aunque a la mañana siguiente a las elecciones predominaba la incredulidad, sobre todo entre los encuestadores, el día después todo el mundo pareció entenderlo todo, y los comentaristas de radio y los columnistas de la prensa presentaron la noticia como si la derrota de Roosevelt hubiera estado predeterminada», escribe Roth.

La conjura contra América es una novela. Una obra de ficción. De historia ficción. Pero cuando fallan todas las razones y pisamos el dudoso territorio de la sinrazón, tal vez la literatura sea la última certeza a la que podemos aferrarnos. Porque probablemente la ficción sea la única herramienta que nos queda para tratar de entender a qué clase de abismo nos puede arrastrar un personaje dolorosamente real llamado Donald Trump.