Una noche paseando por una calle solitaria y nocturna nos encontramos con dos individuos que se colocan ante nosotros y nos obligan a pelearnos con uno de ellos, el que nosotros escojamos. Sin poder rechazar el desafío, observamos a los dos individuos: Uno de ellos es alto, fornido y lleva un palo entre las manos; el otro, más bajo, de complexión normal y tiene las manos metidas en los bolsillos. Lo más lógico, sería enfrentarnos al más bajo, con el cual podamos medirnos, vencerle en el mejor de los casos o que sus golpes sean menores que frente al otro, en el peor de los resultados. Cuando nos disponemos a pelear con el más bajo, antes de que nos demos cuenta, vemos como saca una de las manos metidas en el bolsillo y el filo de una navaja nos amenaza.
En las pasadas elecciones norteamericanas la actriz Susan Sarandon, que en las primarias apostó por Sanders, decidió que no apoyaría a Hillary Clinton, proclamando con sorna, que «no votaba con la vagina». La brillante actriz se encontraba con algo que nos ha pasado al común de los mortales, no sólo en lo electoral, sino en otros órdenes de la vida: escoger algo con lo que no estamos de acuerdo, para impedir lo peor o peligroso. Votar a Clinton para evitar a Trump. Quizás la brillante actriz se haya arrepentido o puede que no, incluso pensar como el filosofo esloveno Slavoj Zizek, que hubiera votado a Trump, desde las antípodas ideológicas porque, «Él no va a traer el fascismo, pero puede provocar un gran despertar». Y sí, se está produciendo una cierta protesta cívica, pero está por ver hasta donde va a llegar. Además esa teoría ya le he escuchado yo hace muchos años. Con la llegada a la presidencia norteamericana de Reagan, iban a aumentar las contradicciones, tanto fuera como dentro de EE.UU. Y sí, las contradicciones famosas aumentaron, pero quienes ganaron y por goleada fueron los sectores más reaccionarios y militaristas. Reagan y Thatcher impusieron una época siniestra, de retroceso, en lo que fue el prólogo del neoliberalismo que hoy nos asfixia. Quizás la maquinaria estaba dispuesta y poco hubiera importado que el “liberal” Carter u otro cualquiera, impidiesen la presidencia de Reagan. En algunos casos, lo malo y lo menos malo, son dos caras de la misma moneda.
Del mal menor estuvo llena la transición española, donde la «reforma» era la opción segura y razonable, la que evitaba el «enfrentamiento entre españoles» (toma ya lenguaje guerracivilista), frente a la «ruptura», llena de incertidumbres y negros presagios. Ahí estaba el «ruido de sables», por lo visto saludable forma de evitar una opción (ruptura) e inventarte a la otra (reforma). Y visto con la perspectiva del tiempo, los sables, eran más una forma de meter miedo, que una realidad, cuestión aparte del 23-F.
El mal menor es gris pero apacible, bajo su reino se evitan tormentas y no niego que en ocasiones sea necesario; pero hay que medirlo mucho. Porque bajo el mal menor también se cometen barbaridades y con medios sibilinos, con una agradable sonrisa, nos pueden apalear sin que apenas nos demos cuenta. No está muy lejos en la historia ese «cambio» que acabó en reconversiones, corrupción, terrorismo de estado y leyes regresivas. Con el mal menor, no se transforma la realidad social.
En las democracias occidentales la llamada alternancia se ha ido vaciando de contenido hasta llegar a la crisis de representatividad que hoy vivimos. Si bien es cierto que el mal menor puede ser necesario, como cuando muchos franceses votaron a Chirac para evitar a Le Pen, y que paradojas de la historia, se puede repetir próximamente, en este caso con Le Pen hija.
«Es preferible morir de pie a vivir de rodillas». La frase está bien, hay que enarbolarla en algún momento de la vida, pero convertirla en algo sagrado, la puede hacer un dogma. Se vive de rodillas, a unos centímetros del suelo y aunque no podamos levantarnos, seguimos caminando. Los matices son importantes y dialécticos, aunque complejos y a veces terribles.
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