El discurso del rey ante una etapa especial

OPINIÓN

21 nov 2016 . Actualizado a las 09:03 h.

El discurso del rey se ha pronunciado en una circunstancia inédita en nuestra democracia y ante unas Cortes Generales que también difieren sensiblemente de todas las anteriores. Bastaría con subrayar que ha aumentado el número de parlamentarios contrarios a la unidad de España y declaradamente opuestos a la monarquía. Aunque son clara minoría, como quedó en evidencia en ese acto, no dejan de ser significativos. Es una novedad en cuanto a los sucesores de CiU, ahora secesionistas y en el caso de Unidos Podemos por lo que atañe a la institución monárquica. No se trata de la manifestación legítima de una convicción, sino de la confrontación formal, de un modo ostentoso y sin disimulo, con la Constitución, a cuyo amparo pueden manifestarse y desde cuyas instituciones buscan una publicidad que resulta toleradamente gratuita. No es motivo de entretenimiento. La respuesta democrática no es la descalificación y menos el exabrupto, sino la razonada desde la misma Constitución, cuya virtualidad no es siempre ponderada.

El discurso del rey ha sido una pieza impecable desde la institución que representa; sobrio, completo, reflejo de las preocupaciones de la sociedad, regeneracionista, con neutralidad política y realismo para constatar la larga interinidad del Gobierno y su superación, que testimonios exteriores también han reconocido. La monarquía parlamentaria es la forma política del Estado. Mientras no se cambie la Constitución, que partidos tradicionalmente republicanos aceptaron, el rey es jefe del Estado y ese el tratamiento que ha de dársele, como sucede y de qué manera en países de larga tradición democrática. De ella habló el rey para elogiar testimoniada serenidad, ilusión y esperanza del pueblo español; para agradecer la reconciliación que supuso un legado, único en nuestra historia, de convivencia democrática en paz y estabilidad. Y algo que a muchos atañe, la responsabilidad de compartir todo eso con las generaciones más jóvenes.

La legitimidad democrática del rey, puesta en entredicho con ocasión de su discurso, viene de la Constitución. De ella procede la de quienes la combaten, aprobada por unas Cortes constituyentes y refrendada con amplia mayoría por el pueblo. Previamente, hace ahora cuarenta años, una ley para la reforma política hizo posible la celebración de elecciones generales con presencia de todos los partidos políticos. La monarquía parlamentaria recogida en la Constitución reconoce al rey mucho menos poder que otorgan otras al presidente de la República y, por supuesto, de la española de 1931, que podía dar o retirar la confianza al presidente del Gobierno según le pareciese conveniente. La aplicación por el rey del bien pensado y frívolamente criticado artículo 99 tras las primeras elecciones fallidas, podría calificarse más bien como un exceso de neutralidad, a la que no estaba obligado, que permitió una candidatura que hubieran podido respaldar quienes ahora critican la institución.