Él ya no leerá más, quizás porque ya lo había leído todo, quizás porque nos ha dejado, cuando menos lo esperábamos después de haber esperado desesperando durante muchos meses, quizás porque su cuerpo se cansó de morir poco a poco y decidió dejar de vivir de repente.
Yo aprendí a leer con él, de él más bien, y no porque me enseñara a articular vocales y consonantes, sino porque siendo yo un niño me atrapó la curiosidad de la lectura al ver cómo llegaba a cualquier reunión familiar, divertido y socarrón, cogía un libro de esas bibliotecas que tenían antes todas las familias -llenas de libros y figurillas de porcelana de Lladró a los que ahora sepultan DVDs y videojuegos también ya obsoletos-, y se zambullía embelesado, absorto, hipnotizado por esa sopa de hormiguitas negras que bailaban delante de sus ojos.
No importaba que fuera una novela, un periódico, una revista, a veces era un tomo de la enciclopedia Espasa, de la que devoraba páginas y páginas como si fuera para llevarle la contraria a todos los que la compraban sólo para decorar los estantes vacíos.
Yo, un niño entonces, me di cuenta enseguida de que mi tío Luis Carlos -de él hablamos- era el que mejor se lo pasaba, y me intrigaba aún más ver cómo, casi sin dejar de leer, intervenía en las conversaciones, con la cabeza hundida en el libro, repartiendo a diestro y siniestro frases ocurrentes, geniales a veces; siempre sabía, sin presumir, más que nadie, de cualquier cosa, no importaba que fuera la fecha de descubrimiento del Polo Norte, o la pluviosidad en el concejo de Cudillero, y, mientras engarzaba el dato con un chiste, nos arrancaba una sonrisa.
Y fue entonces cuando aquel niño que era yo, pensó que quería ser como él. Me pregunté qué tendrían aquellas páginas para que alguien, más bien de natural tímido, se transformara en la persona más interesante que yo conocía; fue en aquel momento cuando decidí aprender a leer de verdad, a sumergirme sin condiciones en las páginas y a perder el sentido del tiempo y de la realidad mientras mi cerebro aprendía palabras nuevas que me conducían a pensamientos nuevos y que me permitían encontrar otras formas de explicar, de contar, más ocurrentes, más humanas.
Cuando un día, hace pocos años, tuve algo que ver con la recuperación de la cabecera de este periódico, le pregunté a Luis: ¿qué te parece resucitar La Voz? No lo dudó. «No puede ser que cuando dices La Voz en Asturias todo el mundo piense en Melendi» -sentenció socarrón- «Siempre fue un gran periódico, merece otra oportunidad». Era una opinión de un auténtico experto en la materia y eso me animó a sacarla de un cajón para que otros la rescataran del silencio.
Ayer Luis Carlos, el hermano pequeño de mi madre, casi mi hermano mayor, pasó página, dejándome como enseñanza que leer es vida, risa, diversión, conocimiento… Fue una persona excepcional y hoy, como homenaje a un lector empedernido, quiero proponer que cada uno de los que leáis este artículo inoculéis el microbio maravilloso de la lectura a ese hijo, sobrino o nieto que tenéis cerca, hacedlo como lo hizo él conmigo, con el ejemplo entusiasta, haced que lean aunque sea en el móvil, y les habréis vacunado contra el aburrimiento para siempre y probablemente así la Voz, vuestra voz, siempre tendrá quien la escuche, siempre tendrá quien la lea.
Luis Carlos Iglesias fue abogado, urbanista, padre, esposo, abuelo y, sobre todo, lector.