Lo malo de Cuba

Fernando Ónega
Fernando Ónega DESDE LA CORTE

OPINIÓN

29 nov 2016 . Actualizado a las 08:32 h.

La muerte de un dictador es buena para la democracia de su país siempre que se dé una condición: que ese país quiera realmente la democracia y tenga capacidad de instaurarla. Entiéndase por capacidad la disposición de un líder con libertad de actuación, de un público suficiente para respaldarle y de unas Fuerzas Armadas dispuestas a obedecer al poder político y no prolongar la dictadura. De lo contrario, el régimen huérfano tiene tantos resortes del poder en sus manos que trata de prolongarse en el tiempo con el único, pero potente recurso que le queda, que es el uso de la fuerza. Ese es el drama posible, demasiado visto en la historia, cuando un dictador llega al final de su vida.

Por eso la transición española fue tan admirada en el mundo, aunque ahora surja el revisionismo interior. Y por eso es tan delicado el momento en la querida Cuba. En los próximos catorce meses, hasta febrero del 2018, quizá no ocurra nada: Raúl Castro seguirá siendo el jefe del Estado, del Gobierno y del partido único. Si Donald Trump no utiliza su poder como presidente de Estados Unidos, todo seguirá igual porque la disidencia está controlada y Raúl seguirá con lo que podríamos llamar el apoyo delegado de su hermano difunto. Pero Raúl, retirándose cuando está en activo, ¿cree alguien que propugnará que le suceda un demócrata? ¿Lo propugnará su partido, que es comunista y único? ¿Darán paso a alguien que se haya distinguido por su enemistad con los hermanos Castro y su ideología?

No parece lo más probable. Lo único que se puede soñar es que la tenue liberalización económica que empezó Raúl Castro le haya señalado el camino de la liberalización política; que quienes ayer lloraban a Fidel digan claramente que no quieren un castrismo sin su fundador o, como ocurrió en España, que los poderes fácticos de la isla entiendan que una dictadura no se puede prolongar sin el dictador que la creó.

Dicho esto, permítame el lector que aproveche esta circunstancia para elogiar la transición española, que se engrandece cuando se la compara con procesos similares en otros países.

Lo malo de Cuba es que no tiene un jefe del Estado que actúe como motor de la democracia. No tiene un jefe de Gobierno con encanto para seducir a los que piensan de forma distinta ni osadía para imponerse a los militares reticentes. Entre los exiliados -lo hemos visto en Miami y ante la embajada cubana en Madrid- hay demasiado rencor y demasiadas ansias de revancha y apenas se escucha la palabra reconciliación. Y lo peor: tampoco hay unos medios informativos que creen opinión pública por el cambio y la reforma. En esas condiciones la democracia sigue siendo posible, pero difícil. Y muy difícil una pacífica transición.