Ayer

Fernanda Tabarés
Fernanda Tabarés OTRAS LETRAS

OPINIÓN

04 dic 2016 . Actualizado a las 10:21 h.

Las teles se han entregado al pasado. Tras la cobra interruptus, cotiza en las audiencias más que el presente y resulta menos latoso que el futuro. El hoy se ha vuelto agotador y decepcionante y aventurar por dónde brotará el mañana requeriría un tipo de compromiso y un rigor demodé. Pero esta arqueología televisiva persigue solo algunas ruinas. Si una chavala de 15 años observa este ejercicio de necrofilia catódica pensará que las últimas décadas han transcurrido entre los alaridos desafinados de Bisbal, los de un tipo que dice que le ponen la pierna encima y vive voluntariamente enclaustrado en una casa y el cartón piedra de un concurso del que podías salir con una calabaza llamada Ruperta. Nuestro existencial conflicto con el pasado se ha resuelto reactivando realities y eso levantará una nueva percepción.

El fenómeno acontece en el único país democrático del mundo en el que los secretos oficiales son eternos. Franco sancionó en 1968 una legislación partidaria de la ocultación, pero el pecado se convirtió en original de la democracia al ser refrendado en 1978 y definió a Felipe González cuando era presidente y por nuestra modernidad merodeaban los GAL. Así que mientras reaparece en La 1 aquella muchacha sin pulir bautizada ni más ni menos que como Rosa de España, los historiadores observan desolados cómo al relato científico de lo que sucedió le faltan eslabones, fragmentos misteriosamente custodiados por la verdad oficial en una estrategia incompatible con demasiadas cosas.

La decisión de dotar de eternidad al secreto imprime carácter. En el Vaticano se dice que los archivos ocultos ocuparían 65 kilómetros si se pusieran en línea recta. Puede que esté bien para una institución cuya mercancía es algo tan intangible como la fe, pero hasta la Iglesia sabe que el único camino de la redención es la confesión.