La ideología del padre fundador. La misoginia

OPINIÓN

11 dic 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

La conciencia que se criba grano a grano no tiene una proyección hacia adelante. La crítica se vuelve justificativa si mira al pasado. Es el pasado el que pone en marcha la crítica de la conciencia sobre sí misma. El Yo es un reflejo especular del no-Yo, del exterior que conforma el Yo, porque el ser-en-el-mundo es corpóreo, no es el Yo que confundimos con el Yo-ser.

Con dos sujetos dispares conviviendo en uno, suele suceder que se eximen tácitamente de lanzarse reproches; pactan el disimulo del mutuo desagrado como un matrimonio pacta una cosmética exterior que enmascare la naturaleza controvertida que arraiga en el hogar. La irreflexión del Yo, de la pareja que se acaba de poner en escena como comparación aproximativa, es una singularidad de la conciencia escindida entre el que tira hacia el pasado y el que lo hace hacia el futuro. Pero no conviene catalogar a estos siameses mal avenidos de hacedores de una mala conciencia, sino de una falsa conciencia, un modo de vivir sin incomodidades severamente amargas. Las paradojas brotan, pues, con la facilidad de las tiernas hojitas de los granos sembrados en buenas tierras, y de no ser así, la persona cotidiana no podría soportar a la persona amoral, sea esta falta de moral del sesgo que sea, sabiéndose además que el disimulo aumenta la sensación de placer.

Pero lo más serio del asunto no está en el matrimonio o en la persona individual que se engaña, y que es tan plausible y efectivo, que acaba por creérselo, resultando que quien se cree no engañado, se engaña. Lo serio en verdad se haya en los conjuntos de individuos que son congregados por las ideologías. Una ideología posee el don del silencio; sin aspavientos y sin debate serio, entra en un colectivo, lo infecta, lo descerebra y se hace con su control.

Desde Freud hasta Lacan, con Loewenstein, Melanie Klein y otros en el medio, se sabe que el Yo Ideal es transmitido por el ideólogo en boga en un tiempo y lugar, y que hoy encarnan Donald Trump, Theresa May, Marine Le Pen y tantos en un Occidente que vira hacia el populismo. Ese Yo Ideal es el que construye el Superyó represor, el bálsamo de las frustraciones que, no obstante, nunca son paliadas (la neurosis es una reacción a una o varias frustraciones). La imposibilidad de frenar las frustraciones, conjugadas en el círculo cerrado de una ideología, explica sobradamente las atrocidades de las masas, su contundente violencia, que no les representa trauma alguno porque hacen de la violencia el símbolo sustitutorio de la deficiencia sobre la que gira la neurosis, y también la psicosis.

En un proceso paralelo, el padre alimenta el Ideal del Yo del niño, donde el narcisismo se va desarrollando en este con el incremento subsiguiente del despotismo de todo narcisista: es el padre como maestro, un maestro que le es confirmado al niño por su madre, en tanto en cuanto esta está en la creencia cultural de que el padre es el último representante del padre fundador de la familia o del clan al que pertenecen; un estatus que se dan a sí mismos los padres como continuadores necesarios de futuro. Y es precisamente esta concepción la que sostiene y justifica el patriarcado y la feroz e irrefrenable misoginia.