Lecciones para España del fracaso de la reforma constitucional italiana

OPINIÓN

13 dic 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Entre la situación política de Italia y la de España existen similitudes y notables diferencias. Ambos países comparten el descontento social por la crisis económica y la corrupción, el descrédito de los políticos y que la reforma de la Constitución sea considerada un requisito necesario para regeneración de la política. Por contra, a pesar de la crisis del PSOE y de la emergencia de Unidos Podemos y Ciudadanos, el sistema de partidos español está más articulado, es menos volátil, y en Italia no existen movimientos separatistas relevantes, la Liga Norte es una organización ultraderechista con arraigo en una difusa región sin raíces históricas, ni se cuestiona la forma de Estado.

El origen de los sistemas políticos de ambos países es parecido, las dos constituciones son fruto de consensos imposibles derivados de la necesidad de construir una democracia tras salir de dictaduras de corte fascista. Su carácter democrático es indudable, pero décadas de funcionamiento han mostrado algunas carencias y conducido a que se plantee su reforma. El fracaso de la iniciativa de Renzi ha puesto de manifiesto dos cosas que eran bien sabidas, aunque el político italiano prefirió obviarlas: que no se debe promover un cambio constitucional sin amplio consenso y que en un referéndum el votante no siempre opina sobre lo que se le pregunta, o no solo sobre ello. Es extraño que esto último sorprenda cuando todavía no está muy lejano el rechazo en varios estados europeos del proyecto de Constitución de la UE. La conclusión es que resulta preferible aplazar una reforma constitucional si la situación política impide que sea apoyada por una amplia mayoría.

Renzi pudo soñar con una mínima victoria en el referéndum, aunque una Constitución rechazada por un amplio sector de los partidos políticos y de la sociedad corre el riesgo de ser modificada en cuanto cambie la mayoría parlamentaria, el ejemplo de la España del siglo XIX es paradigmático, pero en nuestro país incluso un triunfo así sería desde el primer momento una peligrosísima derrota. La reforma del texto aprobado en 1978 no solo debe contar con la aquiescencia de los cuatro grandes partidos, necesita la de los nacionalistas catalanes y vascos. Podemos, que cuenta con diputados suficientes, ya ha anunciado que la someterá a referéndum y su posición es democrática y razonable, pero eso supone que la consulta corre el riesgo de convertirse en una votación sobre España. La mayoría de vascos y catalanes desea votar sobre la vinculación de sus comunidades con el Estado, si la reforma cuenta con el rechazo de los partidos nacionalistas, el no sería presentado como un rechazo a la España que les niega la autodeterminación y, además, el voto se emitiría sin los riesgos que supondría un eventual triunfo de la independencia, que, en principio, no estaría en juego. No merece la pena insistir en lo que eso implicaría.

Incluso algo tan aparentemente indiscutible como acabar con la primacía de los varones en la sucesión a la corona podría tornarse en un debate sobre monarquía o república. Al fin y al cabo, la primera es un anacronismo que convierte en hereditaria la jefatura del Estado, que incluya otro no sorprende y los partidarios de la república podrían votar sencillamente no a la institución, aunque eso no sea lo que se pregunte.

La reforma constitucional es necesaria en varios aspectos: suprimir o reformular el senado; garantizar la independencia de la justicia, en lo que Italia podría servir de modelo, especialmente en lo que se refiere a la fiscalía y con más motivo si, como propone el PP, se quiere que los fiscales sustituyan a los actuales jueces instructores; actualizar los derechos de los ciudadanos, algo que Internet y, en general, las nuevas tecnologías hacen preciso; suprimir la imposición de que las provincias sean la circunscripción electoral y reformar la administración territorial del Estado para convertirlo en auténticamente federal. El gran problema es que no parece que hoy pueda crearse el amplio acuerdo necesario. Si no se llega al consenso, es preferible dejarla para una situación política más favorable. Mientras tanto, sí es posible cambiar la ley electoral, hay margen para ello sin reformar la Constitución, y legislar sobre las otras cuestiones.

Con cierta frecuencia se vierten opiniones sobre los cambios constitucionales que denotan, como poco, ingenuidad. Dos siglos después de aprobada la de 1812 los españoles seguimos sin ser justos y benéficos. El paro, la pobreza o la falta de viviendas asequibles para quienes tienen pocos recursos no van a desaparecer porque lo diga la Constitución, tampoco la corrupción o el fracaso escolar. Con la actual, tal y como está, las cosas podrían ir, en todos los aspectos, mucho mejor. Se debe abordar la reforma, pero con el acuerdo necesario para que sea útil y duradera, que quizá no pueda realizarse en un periodo corto de tiempo no debe servir de excusa para eludir otros cambios probablemente más urgentes.