Pérez-Reverte en el Niemeyer

OPINIÓN

16 dic 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Si todo ocurre según lo previsto, y de acuerdo con las leyes de la lógica, cuando se publiquen estas líneas Arturo Pérez-Reverte ya habrá comparecido en el Centro Niemeyer ante unas mil personas. Los periódicos de hoy titularán sus artículos al respecto con alguna declaración del escritor, las crónicas repasarán ciertas vicisitudes del acto y quedará relegado al olvido el extravagante boicot que un grupo de personas promovieron la semana pasada para tratar de impedir la presencia del padre de Alatriste en la ría de Avilés. Quedará así reducido a anécdota un episodio más de cuantos definen esta época en la que no son pocos quienes optan por sustituir la crítica nacida de una legítima y sana discrepancia por la vocación inquisitorial que les empuja a exigir que se elimine aquello que no les gusta y que confunde con frecuencia churras y merinas, bien por abusar conscientemente de la hipérbole o bien porque interpreta que la parte es siempre el resumen y síntesis del todo.

Arturo Pérez-Reverte puede gustar o no gustar, y ni siquiera esos dos extremos son incompatibles porque cuando un autor acumula una obra tan vasta como lo va siendo la suya también puede ser que algunos libros interesen más que otros. Puede uno compartir o no sus opiniones, y su forma de expresarlas, pero en ningún caso ha incurrido en delito al emitirlas ni ha hecho apología de cuestiones como la violencia de género, como han dicho por ahí esgrimiendo algunos artículos concretos y desdeñando otros cuya lectura basta para quitarles la razón. No son estos buenos tiempos para los matices, afanados como estamos en buscar constantemente excusas que legitimen un perpetuo enfrentamiento entre ellos y nosotros. Quienes esgrimieron su libertad de expresión para exigir que a Pérez-Reverte se le negara la palabra en Avilés incurrieron en un contrasentido evidente, pero también en una falacia infame: la de dar a entender que las libertades sólo han de ser para quienes se las merecen, y eso según los códigos impuestos por quien las formule en cada caso. Ni siquiera desde un punto egoísta se pueden sostener sus razonamientos: mucho mejor escuchar al adversario, conocerle a fondo y atender a sus tesis para desmontarlas paso a paso si fuera posible, que terminar convirtiéndole en víctima de un oprobio gratuito y bochornoso. Es como si no hubiera pasado la Historia por nosotros.