El triunfo de la banalidad

OPINIÓN

21 dic 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

No sé si les ocurre a ustedes lo mismo, pero cada día me sorprende más la mediocridad de la clase política española. Cierto que las generalizaciones son siempre peligrosas y que, desde luego, existen honrosas excepciones, pero la media es claramente insuficiente. Hago una precisión, mediocre no es sinónimo de corrupto y por ello se puede ser sumamente incompetente y a la vez bienintencionado. Y esta reflexión nos lleva a lo siguiente, ¿qué atributos deben adornar a aquel que quiera dedicarse a la «res publica»? La pregunta, como ustedes, avezados lectores habrán adivinado, tiene truco. Y ello es así porque existirán tantas respuestas a la misma como personas a las que se pregunte. En el año 180 A.C., el tribuno de la plebe Lucio Vilio, promulga la Lex Villia Annalis. En ella, se establecía el llamado «cursus honorum», como un escalafón de responsabilidades al que debían acogerse todos aquellos que quisieran iniciar una carrera política en el foro romano. Por el contrario, el único «cursus honorum» que se requiere en la política actual es conseguir que el secretario/a de organización o figura similar de tu partido, te coloque en puestos de salida en la lista cerrada y bloqueada para las próximas elecciones. Ciertamente, nadie pide un conflicto de altura intelectual como fue la ruptura entre Benedetto Croce y Giovanni Gentile, pero de ahí al supuesto «debate» entre las dos cabezas del tercer partido político en número de votos de este país, media un abismo. Porque, no nos engañemos, una vez desbrozada toda la hojarasca y morralla intelectual , heredera de la visión populista, propia de los países latinoamericanos, de una figura «menor» en el pensamiento político como es el peronista Laclau, lo que nos queda es un grupo de jóvenes profesores universitarios que enmascaran una pura lucha por el poder bajo el intercambio de cartas abiertas en los medios de comunicación y las redes sociales, con un juego epistolar que produce sonrojo y vergüenza ajena por su infantilismo rayano en lo «naif». Todo ello, aderezado con un coro de turiferarios haciendo continuas invocaciones y  alabanzas al amor y espíritu fraternal que reinan en el club. En fin, como diría el conde de Romanones, «joder, que tropa». Y qué decir de un presidente del gobierno que, frente a los descomunales retos que tiene este país por delante, practica el «dontancredismo» y sólo es capaz de ofrecernos «prudencia, sensatez y sentido común», pobre remedo del «sangre, sudor y lágrimas» churchiliano, con una  manera inane e indolente de ejercer la política, que según el profesor Antón Losada, constituye un verdadero «código mariano». Con esto no quiero decir, estimados lectores, que defienda una concepción aristocrática y elitista de la política. Yo, al contrario que Joseph Schumpeter, defiendo el que la ciudadanía se implique en las decisiones políticas. Frente a la posición del economista y académico austro americano, que mantenía la necesidad de que la democracia quedara en manos de unos pocos elegidos, preferentemente los mejores y más cualificados, sostengo que debe ser la ciudadanía ( y digo la ciudadanía y no la «gente») la que tome parte activa en los asuntos de la «polis». Pero esta visión «republicana» y participativa, no es óbice para exigir que todo aquel que tome la noble decisión de dedicarse a la cosa pública, tenga la suficiente capacidad, actitud y aptitud para defender aquello en lo que cree. En palabras de Max Weber, la política debe estar en manos de los que viven «para» ella, no en manos de los que viven «de» la misma. En su imprescindible obra, “Fuego y Cenizas”, el profesor e intelectual canadiense Michael Ignatieff, que en su breve incursión en la política, como líder del Partido Liberal, había llevado al mismo a los peores resultados de su historia, hace un canto apasionado de la participación política, a la que define como “un noble combate que necesita de un autocontrol, un buen juicio y una fortaleza interior mayores de los que nunca podrías haber imaginado poseer”

En 1945, el caustico Churchill hizo la mejor definición de un político banal, refiriéndose al flamante primer ministro laborista Clement Attle, al señalar, en una frase memorable que, «llegó un taxi vacío al nº 10 de Downing Street, se abrió la puerta y bajo Attle». Y esto lo dijo en referencia al premier que habría de sentar las bases del estado de bienestar en el Reino Unido estableciendo la asistencia médica universal y gratuita en Inglaterra. ¿Se imaginan lo que hubiera dicho el bueno de Winston de una buena parte de nuestros políticos patrios?.