Cuenta Kafka en sus diarios que cuando estaba en la fábrica de su cuñado en la que era forzado accionista, le fascinaba la transformación de los trabajadores al escuchar la diana de salida, pues percibía la alegría de estos. Él mismo se había buscado un puesto burocrático en la compañía de seguros laborales para tener las tardes libres y no como en su anterior trabajo, donde padecía según sus propias palabras, jornadas agotadoras. Aunque no lo denominasen así, ya apreciaban eso de la «conciliación familiar», y que no es otra cosa que la racionalización del trabajo o la reducción de la jornada laboral, vieja reivindicación que tanto ha costado y tan rápido ha retrocedido. Es curioso la levedad con que se trata el tema, señalando que los horarios excesivos, pueden dañar las estructuras familiares. «Por favor, déjennos vivir un poco», se parece pedir y las autoridades, de forma propagandística, se muestran ahora sensibles. La crisis ha actuado como un sutil medio para reducir el valor del trabajo y aumentar el número de horas, lo que según todos los indicios, ha servido para el aumento de beneficios de algunos. Como dice el filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han: «La crisis actual no está menos vinculada a la absolutización de la vida activa. Esta conduce a un imperativo de trabajo, que degrada a la persona a animal laborans». Y es que el animal laborans en la práctica está por encima del ciudadano, que con la crisis se ve reducido a un papel simbólico. Por otra parte, el ejercicio de ciudadanía en una sociedad de mercado va ligada a la de consumidor y para mantener ese estatus, la mayoría debe ejercer de animal laborans. Es más, la valoración social en el neoliberalismo va unida a la jerarquía establecida en el mercado laboral. Y la sociedad del rendimiento tiende a convertirnos en escaladores verticales. La ausencia de trabajo excluye, es necesario aceptar las reglas del animal laborans: poder adquisitivo a cambio de sacrificar el tiempo. Las horas, los días, los meses y los años, son objeto de caza del neoliberalismo depredador. Sea esto directamente, jornada laboral, o bien con una alta exigencia de conocimientos, que en muchos casos supone sacrificar un tiempo sin resultados. No es extraño que depresiones y trastornos mentales se estén convirtiendo en las enfermedades marca de la sociedad del rendimiento. ¿Y esto para qué? ¿Necesitamos los horarios laborales a los que estamos sometidos?
Obviamente cualquier sociedad necesita del trabajo, de la actividad, para cubrir sus funciones, atender a sus habitantes y desarrollarse. Pero una cuestión es eso y otra su excedente: servir a un mercado y a unas corporaciones concentradas cada vez en menos manos. Ya no estamos en la explotación salvaje de la revolución industrial (al menos en Occidente), ni en el abuelo Víctor que quemó su vida picando negro carbón. La cuestión se ha diversificado, tecnificado y escondido su carácter de clase, pero sigue teniendo algo muy parecido: el trabajo condicionando un tiempo donde el individuo apenas goza de soberanía. Como define Byung-Chul Han: «Al fin y al cabo, el trabajo queda al margen de la soberanía y la incorporación. Aniquila las distancias a las cosas. La mirada contemplativa, en cambio, la embellece». Ya en su momento, Tomas Moro en su libro «Utopía», escrito hace quinientos años, señalaba para su isla imaginaria que el trabajo no debía convertirse en el centro vital, limitando a seis horas diarias como suficientes para atender las necesidades de la vida comunitaria. Y mucho después Paul Lafargue escribía: «El fin de la revolución no es el triunfo de la justicia, de la moral, de la libertad y demás embustes con que se engaña a la humanidad desde hace siglos, sino trabajar lo menos posible y disfrutar, intelectual y físicamente, lo más posible. Al día siguiente de la revolución habrá que pensar en divertirse».
Sin embargo el neoliberalismo camina en sentido inverso. Su dominio, que no es sólo económico, sino también ideológico, social y cultural, prima la tecnocracia mientras arrincona al humanismo. Además el animal laborans se ha convertido en una función absoluta que poco atiende a lo vocacional u otras aspiraciones, hasta la vida contemplativa (si es que existe), está a su servicio: «Hoy, el ocio es un tiempo de recuperación para el trabajo como actividad», señala el coreano-alemán, a lo que habría que añadir una mercantilización extrema de ese ocio, que obliga a ser animal laborans el mayor número de horas posibles. «El animal laborans sólo conoce las pausas, pero no la tranquilidad contemplativa».
El tiempo, nuestro tiempo, se prostituye al servicio de un proxenetismo en apariencia invisible, pero tan condicionante que desestructura y arrebata la soberanía de nuestros días. Y eso sin que apenas nos demos cuenta, agradecidos y entregados. Dictamina Byung-Chul Han: «Por falta de sosiego, nuestra civilización desemboca en una nueva barbarie».
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