La retórica de Obama

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

12 ene 2017 . Actualizado a las 09:12 h.

L as entradas para escuchar el último discurso de Obama eran gratuitas, pero llegaron a cotizarse a mil dólares en la reventa. Más de 14.000 personas hicieron cola, en una noche lluviosa y gélida, para acceder al pabellón donde se despedía el primer presidente negro de Estados Unidos. Como si de un concierto de Bono o de Mick Jagger se tratase. Compárese esa capacidad de seducción con el devaluado interés que suscitan las prédicas y mítines de nuestros políticos domésticos, como pudimos comprobar en las últimas campañas electorales. Solo a golpe de corneta entre los afines y con el flete masivo de autobuses que arrastran a la claque de plaza en plaza consiguen completar el aforo.

Habrá quien diga, con cierto tonillo despectivo, que Obama representa la política-espectáculo tan del gusto norteamericano. Que una cosa es predicar y otra muy distinta dar trigo. El que sea un gran orador -un piquillo de oro, dirán los castizos- no garantiza que Obama haya sido un gran presidente. Admitámoslo, a condición de que se acepte la proposición contraria: que un político hable mal, se embarulle en los conceptos, se extravíe en trabalenguas o practique la tautología -«un vaso es un vaso y un plato es un plato»-, no certifica su bondad como gobernante.

Obama es un magnífico orador. Su nombre figura ya -en compañía insigne- en el título de un manual que, como introducción a la retórica, recomiendo a mis alumnos de Derecho: ¿Me hablas a mí? La retórica de Aristóteles a Obama. «La suya era una oratoria -escribe Sam Leith, el autor del libro- que se reconocía orgullosamente como oratoria, y sin embargo no parecía anticuada ni afectada. Y, desde luego, no resultaba anodina. De hecho, parecía que literalmente fuera a cambiar el orden mundial».

Curiosamente, esa brillantez retórica trataron sus adversarios de convertirla en su talón de Aquiles. La propia Hillary Clinton, su rival en las primarias de hace ocho años, lo caracterizaba como un hombre que «solo hace discursos». Y el candidato republicano, John McCain, lo acusaba de «desmenuzar las palabras» y que, por tanto, no era de fiar. Sus adversarios y enemigos, a la vez que esgrimían la palabra retórica en sentido peyorativo, olvidaban que también ellos, cada vez que refutaban las palabras de Obama, estaban haciendo retórica. Solo que técnicamente más pobre y más pedestre.

Porque, mis queridos amigos, la retórica, como dejó sentenciado Aristóteles, no es más que el arte de la persuasión. La técnica utilizada para convencer de esta o de aquella tesis. La que usan el fiscal o el abogado en el juicio, el vendedor de automóviles en el concesionario o el ama de casa que publicita detergentes en el spot de televisión. La diferencia, como todo en la vida, estriba en que hay retóricas que convencen, a través del ethos, el logos y el pathos, -la figura del orador, sus argumentos, su capacidad de suscitar emociones- y hay retóricas que solo provocan rechazo. La de Obama pertenece a la primera categoría.