Una pelea en el barro de Washington

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado EL MUNDO ENTRE LÍNEAS

OPINIÓN

15 ene 2017 . Actualizado a las 10:07 h.

A falta de nuevos datos, todo apunta a que el llamado dosier ruso de Donald Trump es una obra de ficción; pero ha tenido el mismo efecto que si fuese verdadero. Si Vladimir Putin se hubiese puesto realmente a desestabilizar la cúpula del poder de Estados Unidos, difícilmente le hubiese salido mejor.

La semana que viene, el próximo presidente de Estados Unidos va a jurar su cargo envuelto en el escándalo y la sospecha de traición (nada menos), con su victoria electoral cuestionada, enfrentado a su propio partido, a los servicios de inteligencia y al FBI. Desde el malogrado William H. Harrison, que contrajo una neumonía el día de su juramento en 1841 y murió un mes después, quizás no haya habido un arranque de mandato presidencial más controvertido.

La presión conduce a nuevos despropósitos. Los hombres designados para los puestos más importantes del Gobierno que tendrá que sustituir al de Barack Obama, que estos días defienden sus candidaturas ante el Congreso, se han visto obligados a cargar las tintas en su hostilidad hacia Rusia para que no se les tome por tontos útiles de Putin.

De paso, y en lo que parece un intento más de reivindicarse como representantes del sector más duro de la política estadounidense y agradar así a sus congresistas y senadores -y, por extensión, al resto de los conciudadanos-, también han elevado el tono contra China, junto con el propio Trump. Rex Tillerson, el futuro secretario de Estado, ha llegado a decir que «no se le permitirá el acceso» a China a las islas artificiales que ha construido en el Mar de China Meridional (cuyo nombre ya da un poco la pista de quién tiene más control sobre esa zona). El resultado es que la prensa oficial de Pekín ha imprimido, por primera vez en mucho tiempo, el carácter ideográfico que significa «guerra».

De este modo crece aún más la confusión que ya había respecto a la futura política exterior norteamericana, y la debilita en un año que se presenta complicado. Pero lo más llamativo es lo innecesario del debate. La relación con Rusia es en realidad un asunto secundario, útil para desacreditar a Trump (más todavía, si ello es posible) pero con poco recorrido. Nadie en su sano juicio puede esperar o desear un choque frontal entre las dos mayores potencias nucleares del planeta. Y el acercamiento a Moscú es imperativo, entre otras cosas, si se quiere dar fin a la guerra en Siria y luchar contra el yihadismo de una forma mucho más efectiva. Ahí Trump acierta en el fondo, aunque no en la forma, porque no se puede ceder en todo antes de empezar a negociar. Lo contrario le sucede con China, donde su hostilidad hacia sus gobernantes es excesiva y contraproducente.

Pero hay que decir que estas mismas fueron, en su momento, las políticas de su archirrival Hillary Clinton cuando ostentó la secretaría de Estado. Fue ella la arquitecta del «reset» (la aproximación a Rusia) y del pívot asiático (la presión militar naval sobre China). Lo que nos da una idea de hasta qué punto lo que estamos presenciando no es tanto un debate real como una pirotecnia más de la lucha entre familias políticas en Washington, la ciudad que se erige sobre un barrizal.