Episodio 2. Green Day - Y Wladfa - Visionarios Patagónicos - Una iglesia deshabitada

Fran Gayo
Fran Gayo VISIONARIOS Y BABAYOS

OPINIÓN

29 ene 2017 . Actualizado a las 13:36 h.

No voy a ponerme ahora a contextualizar ni explicar los motivos, pero al día siguiente, temprano, muy temprano, yo tenía una resaca de mil demonios y me dirigía de amanecida al aeropuerto Jorge Newberry, junto a mi mujer, mi hijo y mi suegro. Al volante del taxi un joven que terminaba su turno e intentaba mantenerse despierto a base de escuchar Green Day a un volumen del 11, mientras mi mujer, sumando esfuerzos, trataba de aguantarle la conversación para despabilarlo un poquito. Yo en ese momento bastante tenía con tragarme las arcadas y reflexionar sobre varias cosas que habían perdido toda gracia hacía ya tiempo, así que reconcentrado en esa idea no participé apenas.

Y de ese modo, así, empezó mi primer día de vacaciones en bastante tiempo.

Horas después caminábamos por Rawson, capital de la provincia del Chubut, en plena Patagonia, a unos 1400 kilómetros de Buenos Aires. Los primeros asentamientos en Rawson datan de 1810, cuando un grupo de colonos galeses atravesó el océano y sembró la región de topónimos bellos como litografías de una civilización oculta,  impronunciables para quienes no pertenezcan o hayan pertenecido en algún momento a la Y Wladfa  (que es como entonces se denominó a la comunidad galesa desplazada): Porth Madryn , Gaiman, Bryn Gwyn, Glyn Du, Bryniau Meri... resulta imposible no mirarlos con embeleso, como quien se atonta mirando un jeroglífico trazado con una combinación de grafías exquisita.  

A partir de este punto trataré de evitar el corta pega a lo loco de datos, cifras, porcentajes y cronologías, porque además de ser petulante y aburrido no haría otra cosa que embarrar el aspecto mítico de la Patagonia.

Y eso sería imperdonable.

Al fin y al cabo hablamos del lugar donde a principios del XX se ocultaron Butch Cassidy y Sundance Kid, huyendo de la agencia Pinkerton y simulando ser dos prósperos ganaderos haciendo fortuna en una estancia de Cholila (Chubut). Del lugar a donde se exiliaría Errico Malatesta, proscrito en Europa y convencido de que podría encontrar oro en las tierras de tehuelches y mapuches. Del lugar donde el abogado masón francés Orélie Antoine de Tounens se proclamó rey de la Araucanía y la Patagonia, apoyado por 3000 delegados mapuches en su idea de establecer una monarquía constitucional hereditaria, un reino nuevo y virgen que un día sí y otro también parecía ir a ser removido de sus cimientos por la enajenación de un viento sin doma posible.

De la Patagonia se ha escrito mucho, a veces con talento, espacio y precisión. Bruce Chatwin la recorrió durante seis meses persiguiendo el rastro del trozo de pellejo de un brontosáuro (finalmente resultó ser un milodonte) que había heredado de un tío suyo aventurero. En su bellísimo ensayo titulado «Cabezas de Tormenta» Christian Ferrer habló de ella con elegancia y pasión sin igual, «Patagonia era una palabra escrita en un mapa vacío, al cual los gobernantes argentinos recientemente liberados de su larga guerra civil vigilaban ansiosa y codiciosamente desde Buenos Aires, preocupados por las posibles reclamaciones chilenas o europeas». Ferrer otra vez: “El auténtico gobernante de la Patagonia en el siglo XIX era el viento, cuyas borrascas fogosas alcanzaban, en su momento de esplendor, los ciento veinte kilómetros por hora». Y nuevamente Ferrer, imposible no subrayarlo hasta la extenuación: «Al terminar el día, el silencio transparente y la noche austral, valvas simétricas, se fundían suavemente».

El contraste es inevitable: frente a Chatwin y su medio año de trabajo de campo, frente al lirismo insuperable del pensador ácrata Ferrer, mi experiencia patagónica se limitó a tres o cuatro días (debería calcular con exactitud) que comenzaron con una resaca imponente, de esas que te ensimisman llevándote a creer que un viaje de dos horas en avión es una revelación cuasi mística y no algo con la levedad de un puente aéreo.  

Y aún así ese breve periodo de tres (o cuatro) jornadas fue suficiente como para  tomarme de una oreja y hacerme caminar sin descanso, con el alma sobrecogida por el agresivo paisaje de estepas, olas rompiendo sin descanso, piletones del tamaño de una bañera generosa, un viento que efectivamente no se andaba con hostias y el espectáculo edénico de los pingüinos en pacífica convivencia con guanacos, gaviotas y cabras.  Cuatro días (o tres) en un pueblo fundado en los años 50 del pasado siglo por un andaluz visionario que, en un requiebre de genio,  decidió instalarse en lo que hasta entonces se había conocido como Bahía Podrida, y dedicarse allí a la recogida y cultivo de algas.  Varias décadas han pasado desde entonces, de la idea de aquel pueblo apenas permanece una estancia, y el negocio alguero se mantiene tras meter una pata en la cosa del turismo no convencional. Queda eso y también media docena de cabañas, una biblioteca y un pequeño museo conformado por fósiles, restos óseos y viejas herramientas. Más: hay algo que parece detener este lugar en el tiempo y dejarlo flotando unos centímetros sobre el ras del suelo: sólo hay luz eléctrica entre las 19 horas y la medianoche, gracias a un generador que se pone en marcha durante esas cinco horas (obviamente, olviden el wifi y la cobertura de móvil).  Llegar a un lugar así con la sangre contaminada por el baile cotidiano y furioso de  una ciudad como Buenos Aires resulta toda una experiencia, se lo aseguro, encararse con la presencia de un silencio absoluto (sólo roto por el abordaje de la naturaleza que insistentemente viene a recordarte que estás allí de prestado), encararse con un paisaje frente al que resulta imposible esquivar la sensación de ser un minúsculo espectador que vislumbra lo que podría ser un instante horas antes de La Creación, o quizás mejor,  un momento  días después de la desaparición de todo vestigio de vida humana de la faz de la tierra. Te detienes, tratas de alcanzar con los ojos el límite del horizonte, no puedes, y de repente tienes la certeza de que si comenzases a caminar en ese momento, un paso tras otro, un paso tras otro, dejando tus huellas en ese espacio inabarcable, pasarían las horas sin que llegases a ninguna conclusión, atardecerías con una caída de luz inconcebiblemente granate, anochecería y tu seguirías caminando en la oscuridad absoluta, sin detenerte nunca, ¿Cuáles serían los sonidos que en ese en ese momento funcionarían como tu único ancla a este mundo? ¿Qué animales podrían acercarse a olisquear tu rastro? Dónde buscarías un hueco libre de espinos y piedras en el que dejarte dormir unas horas?  Un paso y después otro. Atrás he dejado la estancia, la cabaña en la que hemos amontonado nuestras cosas. Mi suegro prepara un mate, mi hijo recoge restos de conchas en la orilla y vuelve a casa con un hueso de un animal indefinido en forma de cruz celta. Mi mujer dormita acunada por el viento encabritado. Aún se mantiene en pie la iglesia construida 50 años atrás, la falta de habitantes ha eliminado el culto de las costumbres locales y ahora el interior del templo forma parte también del paisaje patagónico: las puertas de madera abatidas por el viento, las ventanas colmadas de mosquitos que se aplastan contra los vidrios, las penínsulas de humedad dibujándose en el techo, las imágenes religiosas que cuelgan como un viejo almanaque Pirelli en un taller de mecánica clausurado años atrás.