Vistalegre o Vistatriste

OPINIÓN

02 feb 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Fui militante del PSOE durante década y media; afín a Izquierda Socialista desde que escuché a García-Santesmases en la agrupación de Chamberí, a finales de los 80. El paso del tiempo, y la perplejidad que me causaban ciertas dinámicas internas, me curó del «síndrome del voto útil» al asumir, con amargura, que la organización era rehén de los intereses del poder económico del país, a pesar de quienes verdaderamente trabajaban allí por una sociedad más justa y no por su estatus en el partido. Este conflicto moral me llevó a solicitar la baja como militante en 2005, si no recuerdo mal. Desde entonces he simpatizado y votado a Izquierda Unida, a Izquierda Anticapitalista y a Equo que, con su aparición en 2011 y dado mi interés prioritario en la cuestión medioambiental, me pareció una iniciativa necesaria al ampliar el foco político desde la sostenibilidad ambiental a la equidad social y la participación ciudadana.

Más tarde, a principios de 2014, pasó por Gijón un tal Pablo Iglesias, que salía en la tele, a contar a los que nos presentamos en el Colegio Jovellanos una sugerente propuesta política, nueva y diferente a lo que había antes del 15M, cuyo objetivo era convertir el desencanto y la indignación en acción política de una vez por todas. Pero no pude escucharlo porque excedíamos el aforo con mucho. Aún así, lo que conocíamos hasta entonces nos llevó a un pequeño grupo a constituir un círculo en Luarca (Podemos Valdés).

En las primeras reuniones de los círculos de Asturias, y viendo asomar de nuevo ciertas prácticas fundamentalistas, defendí públicamente, siempre, la necesidad de construir un espacio lo más inclusivo posible partiendo de unas premisas básicas y supuestamente comunes: justicia social, derechos humanos, democracia radical. La diversidad de la procedencia de quienes empezábamos a construir ese espacio requería, por tanto, contribuir a lo común dejando en un ámbito más personal los estandartes simbólicos de nuestras respectivas trayectorias y evitando imponer doctrinas descontextualizadas y, por tanto, ineficaces; máxime cuando de lo que se trataba era de abordar el reto de ganar y transformar el país. Reto insuperable sin la confianza de, al menos, un tercio del electorado. Sé que no es fácil construir ese nuevo denominador común para quienes han dejado esfuerzo y aspiraciones en organizaciones tradicionales, pero no hace falta haber estudiado Ciencias Políticas para entender que, en el contexto actual, todo lo que remita a viejos partidos, por más encomiables que hayan sido sus intenciones, genera desconfianza en quien, aun no teniendo interés en la política, es imprescindible para gobernar: el pueblo. Pueblo que deja de sentirse representado por quienes están más preocupados por lo orgánico y/o lo personal, que por lo social.

Y esa es, precisamente, una de las claves del recurrente fracaso de la izquierda: el ensimismamiento. Confrontaciones de legitimidad interna que solo parecen resolverse con la exclusión. Y Podemos, paradójicamente, ante el reto de desarrollar la horizontalidad que se nos supone, de la que solo tenemos los bocetos por el estado de singularidad electoral que hemos vivido desde las europeas, amaga con desaprovechar el potencial de nuestra diversidad al pervertir los debates estratégicos, no solo legítimos sino necesarios, y convertirlos en una suerte de pugna discursiva en la que se ha llegado a invocar dicotomías falaces que responden más a lógicas caducas que a los retos a los que nos debemos hoy. No puedo evitar poner el sonrojante ejemplo de la dicotomía entre la resistencia de quienes se han dejado los dientes cavando trincheras a bocados en la calle vs. el colaboracionismo de perfecta dentadura en las instituciones. Como dije en otro artículo, no se puede transformar un país despreciando cualquiera de esos ámbitos; cuánto menos asociando esas cualidades a un personalismo maniqueo. Un triste personalismo que creía superado en la nueva política y que proyecta una imagen frustrante.

Porque me parece triste que haya referentes intelectuales de Podemos que, en vez de dar ejemplo con una actitud conciliadora, alimenten la confrontación intoxicando los debates.

Me parece triste que el fanatismo quiera convertir la diversidad en sectarismo y la discrepancia en traición, hasta el punto de que entre quienes trabajamos en Podemos se evite opinar por miedo a sufrir campañas de hostilidad por parte de hooligans que avergüenzan al proyecto.

Y me parece triste que la opinión pueda llegar a estar coartada, como viera en otras organizaciones, por la necesidad de subsistencia o de pertenencia, es decir, por no perder el puesto o el favor del líder de turno.

No se construye una fuerza transformadora con la confrontación y la exclusión, sino con empatía e inclusión. Si no logramos crear un espacio en el que puedan convivir todas las tribus políticas que tengan entre sus objetivos la consecución democrática de justicia social con, y sobre todo, la gente indignada y huérfana de representación que exige una vida digna y una gestión honrada de lo público, dejaremos que se cierre este ciclo político extraordinario para volver a la alternancia de la depredación neoliberal y la política cosmética del PSOE para maquillarla.

Volviendo al PSOE del siglo pasado; recuerdo, del tiempo en que participaba en la agrupación socialista de Alcorcón, que en la Casa del Pueblo había un retrato de Pablo Iglesias (Posse) con una cita: «El proyecto es muy grande; el representante, muy pequeño». No me pareció que los representantes de entonces tuvieran mucho en cuenta aquella frase. Nosotras no podemos caer en ese error.

Sigamos construyendo, nos necesitamos.

PD: por si algún/a hooligan tiene la tentación de invitarme a volver al PSOE, o algo peor, que sepa que no dejaré de aportar a este espacio para que pueda seguir discrepando conmigo, y con cualquiera, desde el respeto y para el objetivo común.