Pablo Iglesias: el descamisado en traje de gala

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

09 feb 2017 . Actualizado a las 08:16 h.

La Revolución francesa implantó La marsellesa, creó la bandera tricolor, inventó un imaginativo calendario (brumario, germinal, floreal, nivoso, ventoso…), forjó uno de los lemas políticos más influyentes de la historia (libertè, egalitè, fraternitè) y alumbró un tipo humano de ideología radical, que mostraba su forma de pensar con un nuevo modo de vestir -los sans culottes- así denominados porque en su indumentaria prescindían del calzón bombacho, obligado atavío de los aristócratas franceses.

Desde entonces, siempre que un grupo humano ha querido impugnar la forma de pensar y comportarse de las mayorías sociales lo ha hecho repudiando su forma de vestir. Los liberales españoles que combatieron el absolutismo fernandino eran el partido de los descamisados y la camicia rossa distinguió a los garibaldinos que lucharon por la unidad italiana en la segunda mitad del siglo XIX. ¿Qué habría sido del movimiento del 68 sin el pelo largo, los ponchos, la camisas floreadas, los jeans, los pantalones de pata de elefante, la minifalda, la maxifalda, los zuecos y el bikini?

¿Y qué de la denuncia de los partidos del sistema, sobre la que cabalgó Pablo Iglesias hasta llegar al estrellato, sin su coleta y su camisa remangada? Iglesias se lanzó al ruedo electoral como el jefe de unos nuevos sans culottes, el descamisado que quería asaltar el cielo para acabar de un plumazo con la basura de la casta trajeada de la política española. Por eso, porque su seña de identidad fue también la denuncia del trajismo, Iglesias y los suyos adoptaron un antitrajismo que es, claro, otra forma de trajismo.

Nada habría que criticar a tal opción -que ha llevado a Iglesias a acudir en mangas de camisa a las sesiones del Congreso y a despachar oficialmente de tal guisa con el jefe del Estado- si el sanculotismo del líder de Podemos guardase la condición indispensable para darle la credibilidad que necesita: la coherencia. Resulta, sin embargo, que el mismo Iglesias que no está dispuesto a ceder a la imposición burguesa, capitalista y hasta puede que antidemocrática de la americana y la corbata en el Congreso que representa al pueblo español o ante el jefe del Estado que consagra la Constitución de todos, está encantado de asistir de esmoquin y pajarita a la fiesta de los Goya y de hacer lo propio para fotografiarse en Vanity Fair, una revista que no representa precisamente al pensamiento posmarxista.

Para entendernos, Iglesias es, por decirlo con la célebre distinción de Umberto Eco, un apocalíptico en las mañanas parlamentarias y un integrado en los saraos. Con la precisión que en él es habitual el Diccionario de la Lengua Española define al impostor como aquel «que finge o engaña con apariencia de verdad» o, en otra acepción, al «suplantador», es decir, a la «persona que se hace pasar por quien no es». No es una caracterización improcedente para el caso.