Profesionalidad en política

OPINIÓN

14 feb 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Con la crisis económica y su repercusión en forma de crisis política e institucional se abrió un periodo de descrédito de partidos y representantes públicos cuyos efectos aún se dejan notar. La transformación del panorama político español, con la aparición de fuerzas de nuevo cuño, la adaptación a maneras más agresivas y directas y la rápida caducidad de determinados liderazgos, ha tenido como uno de sus elementos comunes, que todavía pervive, el cuestionamiento continuo y a veces sin compasión a todas las personas que ejercen una responsabilidad en este terreno. Del deseo mayoritario de regeneración del tejido político se pasó a una enmienda a la totalidad a la mal llamada clase política. Los que azuzaron esta tendencia tampoco se han visto libres de ella, una vez alcanzadas ciertas cotas de poder.

Una de las muestras de esa crítica ha sido el reproche a los que se ha venido en denominar «políticos profesionales», es decir, quienes llevan la totalidad o práctica totalidad de su vida activa en funciones de responsabilidad orgánica o institucional. Lo hagan bien, mal o regular, no encontrarán compasión en su valoración (aunque, por descarte, se les llegue a votar) porque, si todo aquel con cargo político o institucional ha pasado a ser sospechoso social, el que perdure en ellos directamente carecería de derecho al honor posible, según esta teoría. En el otro lado de la balanza, se ha otorgado fácilmente crédito momentáneo a quien puede tener como mérito principal la novedad (ventaja que es pasajera, claro), arte principal el de no ser conocido y cualidad destacada la inexperiencia, atributos que en cualquier otra tarea a encomendar nos harían guardar una relativa prevención para confiarle un cometido complicado, aunque no así, curiosamente, para funciones políticas. Queremos recambios continuamente porque todo caduca con rapidez y a veces parece que nos importa menos la calidad del relevo.

Es verdad que en algunas biografías políticas y en determinadas decisiones que los protagonistas de la actualidad adoptan, parece pesar la dificultad o el vértigo de buscar una vida productiva fuera del entorno que se domina (con su mundillo de miserias e intrigas asociadas). Los ritos, lenguajes y dinámicas muchas veces cerrados de la vida partidaria crean una tendencia patológica a la falta de renovación y a la formación de tapones, a veces de carácter generacional, que no ayudan en nada a dar aire a las fuerzas políticas e impiden la entrada y salida normalizada en las responsabilidades. La tupida burocracia partidaria de cargos intermedios, alimentada con la profesionalización política, se vuelve profundamente conservadora y puede oxidar los engranajes de partidos sólidos hasta que pierdan toda potencia transformadora, atrofiando su capacidad de interactuar de manera libre y enriquecedora con la sociedad a la que se deben, que llegan a desconocer a fuerza de vivir en cierta realidad paralela. A la par, la menguada reputación de la política ahuyenta a muchas personas a las que, a pesar del interés que les suscita la vida pública y de poder aportar cosas positivas en la reflexión y la acción (provenientes de su bagaje personal), no se les pasa por la cabeza poner el pie en una sede o pedir la afiliación al partido que más les atraiga, porque piensan que su forma de actuar y organizarse (y sus sempiternas luchas internas) no va con ellos. Esta combinación es letal en los partidos de izquierda, que precisan en mayor medida de la militancia activa y de la presencia social para la supervivencia.

De esa constatación, sin embargo, no deben derivarse conclusiones erróneas. Sacar por la ventana a todos los que tengan una trayectoria dilatada y pensar que su experiencia es una losa, es perder gratuitamente un activo imprescindible. Despreciar la aportación cualitativamente destacada de personas con recorridos amplios en la vida política equivale a suponer que el aprendizaje no vale nada. Desconocer que las tareas políticas requieren dedicación y que ésta tiene en ciertos casos que ser justamente remunerada, es sencillamente una injusticia. Pensar que la formación política es innecesaria, es minusvalorar los necesarios procedimientos y estilos de la democracia. Cambiar a los políticos profesionales por demagogos impenitentes, carentes de respeto por las reglas del juego y dispuestos a incendiar ánimos -y algo más, si se requiere- es precisamente una de las marcas del trumpismo, que puede salir muy caro aunque el presidente renuncie al sueldo. Al igual que en muchas otras facetas, la profesionalidad, el rigor, la fiabilidad y la seriedad, que a menudo escasean, son indispensables en la arena política.

Otra cosa distinta es la necesidad de no admitir repliegues ni bajar la guardia (como quizá se está haciendo) en los mecanismos de participación efectiva, mejora de la transparencia, garantía del carácter democrático de los partidos, limitación de la acumulación de cargos y mandatos, etc. Y, sobre todo, hace falta fomentar el compromiso activo de más personas en la vida política, favoreciendo, por la vía de la pluralidad y la diversidad, la renovación del capital humano del que se nutren los partidos.