Que la política dominante se ha convertido en espectáculo, no es nada nuevo. A través de las pantallas, es un atrayente espectáculo multimedia. Lo vemos en las elecciones, donde los escenarios se adaptan para las cámaras e incluso, en los propios procesos políticos de los partidos. Cada vez se parecen más a las convenciones de los partidos demócrata y republicano de Estados Unidos.
Este fin de semana concluyeron dos de ellos que a pesar de las distancias entre uno y otro, han mostrado características comunes. «A medida que la necesidad resulta socialmente soñada, el sueño se hace necesario. El espectáculo es la pesadilla de la sociedad moderna encadenada, que finalmente no expresa más que su deseo de dormir. El espectáculo es el guardián de este sueño». Así lo definía Guy Debord en su imprescindible La sociedad del espectáculo. Porque de sueños, esperanzas, ilusiones… es de lo que hablamos; la dictadura de la emoción como sustitución de unas ideologías políticas que cotizan a la baja. En unas conciencias de clase que se diluyen, todos somos espectadores, como define Byung-Chul Han en Psicopolítica: «Los políticos y los partidos también siguen esta lógica del consumo. Tienen que proveer. De este modo, se degradan a proveedores que han de satisfacer a los votantes en cuanto consumidores o clientes». Y es lo que se hace, discursos hechos a medida, gestos, sobreactuación, una identificación que se basa ante todo, en la delegación sentimental, pues el resto ya es conocido: lucha por el poder y control de los aparatos orgánicos. Por supuesto, cada cuál atendiendo a su público. No es lo mismo un concierto de heavy metal, que otro de canción española. Y quienes controlan el espectáculo lo saben. Por un lado, el orden establecido, por el otro, quienes cuestionan ese orden. Curiosamente, los dos, parecen satisfechos. Unos por el mantenimiento de su gestión gubernamental, que según ellos, «va bien». Los otros, «rebeldes», pero campantes por haber conseguido una parte del pastel institucional que según ellos, pone nerviosos a los poderosos. Y todo esto con grandes planos informativos (incluidas las peleas), incluso retrasmitido en directo. Al final todo fraternidad y camaderia, buen rollito, unidad… en la trastienda, los cuchillos y cainismos, en unos más presentes que en otros, que la casta y tener el poder une mucho. Realidades a la carta fabricándose en una Caja Mágica y una plaza de toros: la España posmoderna. Paradójico que se llamen moderados cuyas políticas han arrojado a millones de personas a situaciones de miseria, guiados por un burócrata gris convertido en cesar que elige la dirección de su grupo señalando con el dedo. Los otros, construidos también con la sombra del cesarismo (ahora medio cuestionado), aunque sea el «cesarismo democrático» del que hablase Laclau. Todo muy moderno, pero demasiado conocido: pasen señores a la sala máquinas y se convertirán en parte del engranaje. En la novela La hora violeta, de Montserrat Roig, una de sus protagonistas reflexiona: «Pero la crisis estalló cuando se legalizó el partido. ¿De qué sirvieron tantos años de lucha y de entrega si la política se convirtió en un asunto sólo para profesionales? Surgieron nuevos militantes que asediaron como buitres los mejores cargos». No es lo mismo (habla de la primera transición), pero se le parece. Los «istas» y familias al uso, sus resultados, mucho espectáculo y poca ideología, liturgias para esconder ausencia de proyectos de ruptura.
Otra de las coincidencias es que todos quieran parecerse a la sociedad, a la gente, a los de abajo, hasta los hubo (en otro tiempo) que dijeron que eran el partido que más se parecía a España. ¿Es eso positivo? ¿Alguien quiere parecerse, por ejemplo, a la España negra de la que hablase Machado? Quizás las elites miran desde arriba y eligen a quienes vender su producto. Al menos uno de los dirigentes de la «nueva política» dijo algo coherente: «En España sin cambio cultural no hay cambio político». Creo que ese cambio no ha estado de congreso.
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