La subordinación de la fiscalía y la equidad de la justicia

OPINIÓN

07 mar 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

La destitución por el nuevo fiscal general del estado de algunos de los fiscales más implicados en la lucha contra la corrupción y las decisiones de los jueces sobre las medidas cautelares aplicables a los señores Undargarín, Blesa y Rato han mostrado de forma un tanto escandalosa dos de los problemas más serios de la democracia española actual: la dependencia de la fiscalía con respecto al gobierno y la mala politización de la justicia. Acabar con la primera es ya una urgencia, especialmente cuando se quiere impulsar una reforma de la ley para que la instrucción de los casos pase a manos de los fiscales y se pretende poner trabas a la acusación particular. No sería difícil, con transferir el nombramiento del fiscal general al consejo del poder judicial se habría dado un gran paso, que se completaría con una reforma del sistema de elección de este organismo para evitar su politización partidista.

Si he utilizado anteriormente la expresión «mala politización» es por que lo que no se puede pretender es que los jueces y fiscales carezcan de ideas políticas o convicciones morales o religiosas. Es inevitable que, incluso de forma inconsciente, influyan en sus actuaciones, también lo es que comentan errores, pero la posibilidad de recurrir y que tribunales distintos revisen el caso debería corregir sus consecuencias. Lo que no resulta aceptable es que existan jueces o fiscales en ejercicio vinculados a un partido. La imposibilidad de intervenir en casos que afecten a una organización política de la que han obtenido nombramientos o a la que han estado vinculados de forma estrecha debería ser automática. Es algo que no solo afecta a los señores López y Espejel por su relación con el PP, recientemente ha salido a la luz el caso de uno de los magistrados que debe juzgar a los señores Chaves y Griñán y fue un alto cargo de la junta andaluza. Los propios jueces deberían ser los primeros en apartarse en estas circunstancias porque a nadie más que a ellos debería importarle el prestigio de su profesión, pero, si no es así, la ley tendría que impedir que pudieran producirse.

Más difícil resultará lograr que el consejo general del poder judicial sea apartidista. La ley podría establecer un sistema de exclusiones para los nombramientos, pero quizá haya que reformar también el modo de elección. Que todos sus integrantes sean elegidos por las Cortes fue una decisión imprescindible en 1985, cuando la inmensa mayoría de los jueces había obtenido su plaza durante la dictadura y demasiados eran afines a ella. Este año se celebrará el 40 aniversario de las primeras elecciones democráticas, la situación no es la misma.    

No es discutible que no debe abusarse de la prisión provisional. Es más, que alguien entre en la cárcel sin sentencia firme tendría que ser algo excepcional y muy justificado por la gravedad del delito, la amenaza que pueda suponer el encausado o condenado en primera instancia para la sociedad o el riesgo de fuga. Probablemente nunca debería ser un criterio la llamada «alarma social», con frecuencia interesadamente inducida por algunos medios de comunicación o incluso por el gobierno. Lo que sí sorprende es que al señor Undargarín no le hayan retirado siquiera el pasaporte y a los señores Blesa y Rato no solo se les permita conservarlo, sino que no se les pide ni que se presenten con cierta periodicidad en el juzgado. Contrasta con el arbitrario encarcelamiento de los pobres titiriteros del carnaval madrileño del año pasado y las abusivas medidas cautelares posteriores; pasada la alarma mediática, su caso fue sobreseído y no llegaron a ser juzgados. No se trata ya de pedirles a los jueces que prescindan de sus ideas, bastaría con que actuasen con un poco de pudor.

Sería muy injusto cuestionar la labor del conjunto de los jueces y fiscales por algunas actuaciones discutibles o incluso censurables. La inmensa mayoría realiza una actividad encomiable en condiciones nada fáciles y muchos han contribuido con eficacia a la persecución de los delitos relacionados con la corrupción. Lo reprobable es el comportamiento del Partido Popular y su gobierno, empeñados, primero, en controlar al consejo del poder judicial para poder condicionar los nombramientos clave de jueces y magistrados y decididos, después, a acabar con la autonomía del ministerio fiscal.

Con el nombramiento del señor Torres Dulce, Rajoy quiso dar a entender que confiaba en un fiscal profesional y respetado y que no iba a interferir en su labor, acabó obligándolo a dimitir. Fue sustituido por la señora Madrigal, que también resultó demasiado profesional, por lo que incumplió la promesa de renovarla en el cargo y recurrió al señor Maza, parece que más dócil. Si es cierta la información difundida recientemente por El Mundo, ahora es ya prácticamente el señor Catalá, el ministro de justicia, quien decide los nombramientos de los fiscales.

Un periódico gubernamental de la capital del reino clamaba hace unos días contra la hipocresía del PSOE, que censura con vehemencia desde la oposición lo que practica desde el gobierno con relación a la justicia. En este aspecto, sus argumentos eran intachables, lo malo es que reivindicaba que se permitiese al PP hacer lo mismo que, en su opinión, el PSOE había hecho con anterioridad. No pedía que se respetase su independencia, sino que se aceptase el derecho del gobierno de turno a controlarla.

No es ese el camino. La semana pasada les comentaba a mis alumnos el artículo 16 de la declaración de derechos del hombre y el ciudadano de 1789, preciso y conciso: «Una sociedad en la que no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución». Tan importante como el reconocimiento formal de los derechos de los ciudadanos es la separación de poderes, que implica una justicia independiente. Solo con ella se pueden perseguir los abusos de los que gobiernan y proteger los derechos de los gobernados. La regeneración de nuestra democracia sigue pendiente y parece que exista una conjura para conseguir que continúe así eternamente. Si de verdad alguien se decide a impulsarla, lo primero que debería hacer es adoptar las medidas necesarias para garantizar la independencia de la justicia.