España, la democracia acomplejada

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

26 mar 2017 . Actualizado a las 10:23 h.

España salió de una larga dictadura tras una transición ejemplar, donde con un mínimo coste de violencia -salvo la terrorista- se construyó un sistema equiparable a los de Europa Occidental. La joven democracia elaboró nuestra mejor Constitución, colocó a los militares en su sitio, separó Iglesia y Estado, descentralizó el poder territorial, garantizó las libertades, aseguró la limpieza electoral, sentó las bases para un aumento espectacular del nivel de vida de un país que de emigración pasó a serlo de inmigrantes, modernizó su economía y estableció una red de servicios públicos de extraordinaria calidad.

El gran acuerdo sobre esos logros, muchos alcanzados en un período muy breve, hizo que, más allá de sus discrepancias, millones de españoles se sintiesen orgullosos de una experiencia admirada en medio mundo.

Pero un día, la funesta coincidencia entre una terrible crisis económica y la crisis política nacida de la creciente desconfianza en los partidos que hoy afecta a todas las democracias provocó la aparición de fuerzas populistas decididas a crecer calificando de espejismo el orgullo nacional por la gran tarea realizada: según ellos, todo se ha hecho mal desde 1977, España sufre una Constitución que es un ucase, una democracia que es un lodazal y una historia vergonzosa fruto de la conspiración entre curas, militares y políticos corruptos.

Encantados con quienes les daban facilísima explicación y mágicas soluciones para problemas complejos y generalizados en las democracias, no solo millones de españoles compraron tal dislate, sino que quienes lo rechazaron, incapaces de responder a tal cúmulo de mentiras y sandeces, acabaron por acomplejarse ante quienes se presentaban como la parte sana del país frente a los apiñados en torno al mugriento régimen de 1978.

El resultado de tales disparates, origen de la democracia acomplejada que hoy sufrimos, es devastador. En lo pequeño, sin duda: el diputado Cañamero, de Podemos, hace un escrache a un ministro en pleno hemiciclo en defensa de un condenado por agresiones sin que el Congreso lo evite o lo sancione. Los propietarios de viviendas, indefensos, deben negociar con los okupas para restaurar su legítimo derecho. Pero sobre todo en lo grande: las autoridades catalanas impulsan abiertamente una sublevación secesionista y lo único que ocurre es que el fiscal investiga para averiguar si se está preparando lo que se anuncia en los periódicos. El Gobierno espera no se sabe muy bien qué y, mientras, confía en que los jueces pararán el motín secesionista, pese a haber demostrado ya que no están por la labor de cumplir su deber con el celo que exige la crisis constitucional provocada por los independentistas.

Y es que en esta democracia acomplejada nadie quiere decidir, por miedo al creciente matonismo político de quienes se pasan la ley por el arco del triunfo. Son ellos los que se han arrogado el derecho de decir quién es un demócrata y quién un facha españolista. Y, claro, con media clase política echada al monte y la otra media acojonada, así nos va.