La condena de Cassandra como síntoma

OPINIÓN

04 abr 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Quizá el sacrificio de la tuitera Casandra en la Audiencia Nacional sirva para que las Cortes corrijan el código penal y enmienden o supriman los artículos liberticidas que han permitido su condena y se utilizaron como pretexto para la persecución de los titiriteros de Madrid, entre otras hazañas político-judiciales. Si así fuese, no habría sido inútil, pero no hay demasiado margen para el optimismo. Tanto el PP como sus medios más afines parecen bastante satisfechos con las condenas de tuiteros, cantantes y humoristas y más bien se intuye que sufrieron cierta desilusión con la total exculpación de los artistas del carnaval. Los sedicentes liberales de Ciudadanos están mucho más preocupados por no perder el apoyo de la ultraderecha mediática que por hacer honor a la adscripción ideológica que se han atribuido. El PSOE está ensimismado, o quizá demasiado deseoso de conservar el cariño que últimamente le muestra ABC. Solo Unidos Podemos se ha implicado en la defensa de la libertad de expresión, veremos si con la suficiente constancia. Una de las características de la sociedad actual, que también afecta a la nueva izquierda, es la facilidad con que se distrae con cualquier novedad. No sé si Cassandra encontrará un Émile Zola.

Quienes la apoyan no deberían olvidar que el primer objetivo es que el Tribunal Supremo anule la condena o, si no fuese así, que el gobierno le conceda un indulto que impida que este turbio asunto lastre su futura vida profesional. El segundo es el político, la defensa de la libertad de expresión, que pasa por modificar el delito de exaltación del terrorismo. Quizá no suprimirlo, la lucha contra el yihadismo necesita ese instrumento, pero sí redactarlo de tal forma que ni un gobierno autoritario, sirviéndose de la fiscalía, ni jueces de ideas similares puedan utilizarlo de forma espuria.

Hay una amenaza de fondo en nuestra sociedad -no solo en la española, tiene alcance universal-, que está detrás de la manipulación del concepto de terrorismo, de la ley mordaza, de la obsesión por impedir que las musulmanas lleven un pañuelo en la cabeza si lo desean -no un burka o un nicab, que son cosas distintas, aunque se mezclen interesadamente- o el bañador que les parezca más adecuado en las playas, de la resistencia que encontró el matrimonio homosexual y de tantos otros ataques a la libertad individual. La ya vieja lucha de los ilustrados y los verdaderos liberales contra la intolerancia nos dejó hermosas declaraciones de derechos, una legislación que en buena parte del mundo es la más garantista de la historia y un abuso del término libertad que incluso lo convierte en instrumento para acabar con ella, pero no ha logrado que se asuma suficientemente lo que de verdad significa el respeto a los derechos y a la libertad del individuo.

Hoy, la intolerancia se disfraza de hipersensibilidad, cualquier cosa es capaz de herir a alguien, que se siente con derecho a exigir el castigo de quien se comporta de esa manera. Una consecuencia es que la discusión, la controversia, se ve sustituida por la demanda ante los tribunales o el recurso a una nueva ley o reglamento que reprima al molesto. El muy cínico debate sobre el «decoro» en el parlamento, promovido por quienes durante años tuvieron a diputados como Pujalte y Gil Lázaro, y todavía cuentan con el señor Hernando, que parecen haber olvidado al vehemente Ramallo cuando afirmaba que la cámara «no es un colegio de ursulinas», no deja de ser un intento de acallar al grupo incómodo desde una impostada corrección.

El mal también afecta a la izquierda, que no comprende que las leyes son armas de doble filo. El señor Orbán aprovecha en Hungría la defensa de la libertad para equiparar a comunistas y nazis y prohibir no solo sus partidos, sino también sus símbolos hasta rozar el ridículo, como sucede con la estrella roja de una conocida marca de cerveza. En la Alemania federal se hizo lo mismo en la posguerra. Es comprensible que irriten algunas homilías de los obispos Reig Pla o Cañizares, a mí me sucede, pero para rebatir sus argumentos están los medios de comunicación, los debates o los mítines, no tiene sentido denunciarlas en el juzgado. Lo mismo ocurre con la Fundación Francisco Franco, con otras organizaciones ultraderechistas o con la historiografía revisionista. Solo en casos muy extremos, cuando exista una incitación explícita a cometer actos criminales, como el racismo, o cuando estén implicadas en conspiraciones para realizar atentados terroristas u organizar acciones violentas contra las personas o la democracia se debería promover su prohibición o la retirada de circulación de libros.

No está mal recordar que en Estados Unidos se considera un acto amparado por la libertad de expresión que protege la Constitución quemar públicamente la bandera. Sin duda ofenderá a muchos cuando se hace, como a los que la incendian les sucederá con otras cosas, pero el mayor riesgo está en prohibir. La libertad también produce incomodidad, es inevitable, pero es un precio asumible.