Trump no es un anfitrión cualquiera. Lo sabe bien el presidente chino, Xi Jinping. El pasado jueves, mientras decidía si bombardeaba o no Siria, primero tuvo que ocuparse de una tarta de chocolate en su mansión de Mar-a-Lago. Se lo contó así a una periodista de la Fox:
-Estábamos tomando el postre, y teníamos un trozo de la tarta de chocolate más bonita que hayas visto en la vida, y al presidente Xi le estaba gustando mucho.
Durante la entrevista, se percibe que a Trump le preocupa más el postre que el ataque. De ahí el lapsus y la reverencial corrección de la entrevistadora.
-Así que lo que pasa es que acabamos de lanzar 59 misiles a Irak.
-A Siria.
-Sí, a Siria.
Irak, Siria, qué más da. El caso es que tenemos la bomba más grande del mundo, la madre de todas las bombas, solo por debajo del armamento nuclear, y habrá que usarla en algún momento para demostrar a rusos, norcoreanos, sirios, iraquíes, a la obsoleta OTAN, a la decadente UE y, sobre todo, al New York Times quién manda aquí.
Así que una semana después de atacar Siria, ayer mismo, Trump sacó del silo la bomba GBU-43, un proyectil naranja de diez toneladas, y la lanzó contra la facción afgana del Estado Islámico. Porque a Trump no le gusta la verdad. Ni el periodismo. Pero sí las bombas y las tartas de chocolate. Y qué mejor que combinar las dos cosas: comer tarta de chocolate mientras bombardea algún país lejano desde su residencia de Palm Beach. Por esa clase de cosas es por las que uno quiere llegar un día a la Casa Blanca.
Cuentan que Franco también firmaba sus sentencias de muerte mientras merendaba chocolate. No sé que le pasa a alguna gente con el chocolate.