18 abr 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Aunque el dictador no llegó a completarlos, los cuarenta años lograron identificarse con el régimen que desde 1936 dirigió el general Franco y sobrevivió hasta las elecciones de junio de 1977. Las llamadas «leyes fundamentales» e instituciones como el Consejo Nacional del Movimiento o el Consejo del Reino no desaparecieran hasta el año siguiente, tras la entrada en vigor de la Constitución, pero con la supresión del Tribunal de Orden Público, la legalización de los partidos y sindicatos, las elecciones libres y la ley de amnistía la dictadura podía darse por terminada. La «ruptura pactada» que permitió la transición impidió que existiese una fecha simbólica de su final, pero bien podemos festejar en 2017 que, por primera vez en su historia, España ha podido cumplir cuarenta años de democracia.

Si bien el 15 de junio de 1977, la celebración de las primeras elecciones democráticas en 41 años, y el 6 de diciembre de 1978, la aprobación de la Constitución, son los hitos más relevantes de la transición -la llegada al poder, en 1982, de un partido antifranquista y cuyos dirigentes y militantes no procedían del aparato de la dictadura fue más bien la guinda que la cerró-, el 9 de abril, la legalización del PCE, no está siendo injustificadamente recordado.

Nadie puede poner en duda la importancia del PCE en la oposición a la dictadura. Pere Ysàs cita una significativa intervención del conde de Mayalde en el Consejo Nacional del Movimiento en 1972: «tanto hemos querido suprimir los partidos políticos que hemos llegado a suprimir el nuestro» y «ahora resulta que hay un solo partido en el país: el partido comunista». Al franquismo le interesaba reducir toda disidencia a comunistas o «tontos útiles», pero es incuestionable que el PCE fue el único partido que logró mantener de forma ininterrumpida una estructura en todo el país y que desde finales de los años cincuenta aumentó su militancia e influencia y solo él tenía la capacidad de promover movilizaciones de importancia. La CNT había sido completamente desmantelada y el PSOE conservaba una organización muy precaria, solo con cierta presencia en algunas regiones como Asturias. Las organizaciones que nacieron a la izquierda del PCE nada más que eran fuertes en la universidad, aunque las maoístas de origen católico tuviesen algo de entidad en sectores obreros de determinadas localidades. Democristianos y liberales eran solo personalidades con más peso en los medios de comunicación o en el exterior que en la sociedad española. La única excepción eran los nacionalistas vascos.

Fue el PCE el único capaz de articular las comisiones obreras, aunque su nacimiento fuese espontáneo y en ellas tuviesen participación desde el principio católicos vinculados a la HOAC y las JOC y, algo más tarde, militantes de otras organizaciones de izquierda. También pudo influir en colegios y asociaciones profesionales, impulsar el movimiento vecinal, promover sociedades y clubs culturales. No solo fueron comunistas quienes combatieron, de una u otra forma, a la dictadura, pero sin los comunistas hubiera carecido de una oposición capaz de inquietarla. Todavía siguen esperando un reconocimiento tantos militantes que se jugaron su libertad, su trabajo, su carrera e incluso la vida luchando por una sociedad más libre y más justa. Vencedores derrotados, un desagradable precio de la transición es que nuestra democracia tenga más empeño en premiar y recordar a los franquistas reformados, por útiles que hayan sido en el logro de una evolución relativamente pacífica, que a quienes, pagando un alto precio, lucharon por ella cuando el dictador estaba vivo.

Unas elecciones sin el PCE nunca hubiesen sido verdaderamente democráticas, por eso el 9 de abril supuso la confirmación de que el cambio no era un mero maquillaje. En España no hubo un 25 de abril, pero quizá la sensación más parecida a lo que debieron sentir los portugueses que ese día llenaban las calles de Lisboa fue la que tuve al escuchar, el 24 de mayo de 1977, a Dolores Ibárruri en un abarrotado estadio Suárez Puerta. No hacía más que año y medio de la muerte de Franco, de las ejecuciones del 27 de septiembre de 1975 o de la última manifestación de la Plaza de Oriente. También fue simbólico, emocionante para quienes habían luchado contra la dictadura, su camino hacia la presidencia del Congreso de la mano de Rafael Alberti cuando se constituyeron las Cortes.

En las elecciones, el PCE quedó cuatro diputados y muchos votos por delante de la candidatura neofranquista organizada por Fraga Iribarne, Fernández de la Mora, Martínez Esteruelas y Arias Navarro, entre otros exministros y políticos de la dictadura, con la primera Alianza Popular. Los fascistas de Blas Piñar y Girón de Velasco no obtuvieron ningún escaño. El franquismo manifiesto había sido derrotado, incluso humillado, al quedar por debajo del PCE, pero los resultados de este último no habían sido los esperados.

El relativo fracaso de los comunistas no se debió a las cesiones de Carrillo para obtener la legalización. El PCE conservaba el prestigio de la lucha contra la dictadura, había ampliado simpatías y generado confianza con su estrategia tras la muerte de Franco -el retorno y detención de Carrillo en 1976, la campaña por la vuelta de Dolores, la fuerza disciplinada que mostró tras la matanza de Atocha-, pero 40 años de propaganda anticomunista, todavía en el contexto de la guerra fría, tenían mucho peso. Tampoco fue menor el del justificado miedo a los militares, muchos votantes, incluso de izquierda, prefirieron un cambio sin sobresaltos. De todas formas, el PCE no estaba condenado a sufrir la crisis que padecería en menos de cinco años, en las elecciones de 1979 subió en votos y escaños. Carrillo no fue capaz de aceptar que era el único líder de un partido que había hecho la guerra civil, su incapacidad para renovar generacionalmente la dirección y cambiar los viejos métodos organizativos de la clandestinidad sin duda influyó tanto como la presión de un PSOE reforzado en que se produjese la debacle, pero esa es ya otra historia.