25 abr 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Nadie puede dudar de cuánto ha aportado Francia a la construcción del Estado constitucional. Empezando por el pensamiento de la Ilustración, que sirvió para superar muchos de los paradigmas del pensamiento altomedieval. Basta referirse a la aportación a la economía política de los fisiócratas (Quesnay, Dupont de Nemours, Mercier de la Rivière) y de autores de la talla de Turgot y Necker, hacendista, este último, capital en el reconocimiento del papel de la opinión pública, a través del compte rendu¸ con el que dio cuenta al pueblo de las finanzas francesas. No menos trascendente fue, por supuesto, la difusión del iusracionalismo de manos de la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert, así como de las universales obras de Jean Jacques Rousseau (aunque ginebrino, ligado indisolublemente a Francia), Gabriel Bonnot de Mably y Emmanuel Joseph Sieyès. Incluso el gobierno británico -durante mucho tiempo el único que gozaba en Europa de un sistema representativo- se difundió en Europa más gracias a los pensadores franceses (Montesquieu, Voltaire, en el XVIII, o Benjamin Constant y Destutt de Tracy en el XIX) que a los propios intelectuales de Albión. Y está, sobre todo, la Francia de la Revolución francesa, de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, y de la Constitución de 1791 (frente a lo que suele creerse, la segunda, que no la primera de Europa, mérito este último que le corresponde a la Constitución polaca de mayo de 1791). La Francia, en fin, de la Revolución de 1848 que instauró la segunda República, y la del país que, con sus partisanos, combatió la invasión nacionalsocialista.

Los propios franceses se encargan muy a menudo de recordar al resto del mundo esa Francia de los valores constitucionales que tanto han servido de modelo. Pero hay otra Francia que no mencionan tanto y que, por ello, muchas veces llega a olvidarse, a pesar de ser igual de real e histórica. Es la Francia radical de la Convención francesa de 1793; la del imperialismo militar de Bonaparte; la del ultrarrealismo de los Chataubriand y Vitrolles, alineado con la Santa Alianza de Metternich y que liquidó el régimen constitucional en Europa (incluido nuestro país, con el restablecimiento en la Corona del lamentable Fernando VII). Es también la Francia del régimen de Vichy y del mariscal Pétain, que colaboró gustosa con los nazis; la Francia que, adjetivándose de multirracial, tolerante, igualitaria y europea, convive con barriadas de inmigrantes, nunca ha tenido un Jefe del Estado ni un primer ministro que no sea caucásico, se manifestó masivamente contra la ley de matrimonios homosexuales (aprobada, no se olvide, después que en España), dio lugar al crecimiento de la extrema derecha antes que casi ningún otro país democrático europeo (el Frente Nacional fue fundado en 1972), y cuyos ciudadanos asaltaron sistemáticamente durante años camiones de frutas y verduras procedentes de otros países comunitarios, como España. La misma Francia que representa el casposo nacionalismo de la grandeur.

En las elecciones presidenciales francesas está ahora por ver cuál de las dos Francias logra imponerse: la sensata y que tanto ha aportado a Europa, o aquella otra que personifica tan bien Jean Marie Le Pen.