La libertad, en horas bajas

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

04 may 2017 . Actualizado a las 08:04 h.

Detesto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo. La frase, puesta en boca de Voltaire por una de sus biógrafas, refleja el sentido profundo de la libertad de expresión. Ese derecho a expresar y difundir libremente pensamientos, ideas y opiniones está recogido y protegido por todas las constituciones democráticas que en el mundo han sido. Figura también en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. No es para menos: constituye la médula de la democracia. Si suprimes ese derecho fundamental, la democracia salta por los aires. Si lo rebajas, siempre con el pretexto de salvaguardar otros derechos como la seguridad de las personas, la democracia se resiente.

Al artículo 20 de la Constitución española le están saliendo pústulas. Muchas. Un par de titiriteros son encarcelados porque sus guiñoles -no ellos- hablan esperanto, violan monjas, asesinan jueces y exhiben una pancarta con la leyenda «Gora Alka-ETA». A propósito de este asunto, pregunté a mis alumnos de Derecho: ¿Qué hacemos con Nabokov, el autor de Lolita? ¿Lo encarcelamos por pedófilo o lo proponemos para el Nobel a título póstumo? El Ayuntamiento de Madrid prohíbe que circule el autobús de Hazte Oír, el de las vulvas de las niñas y los penes de los niños. Aborrezco el mensaje retrógrado y cavernícola de esa organización ultramontana, pero reclamo su derecho a expresarse, derecho de rango muy superior a las respetables ordenanzas municipales sobre publicidad. A la joven Cassandra Vera le jodieron la vida por tuitear chistes sobre el atentado de Carrero Blanco en 1973. Su condena me parece reveladora del punto de degradación -¿sin retorno?- al que hemos llegado. ¿Condenaremos también, con carácter retroactivo, a Tip y Coll o al mismísimo Franco que, ante la noticia de la muerte de su brazo derecho, se permitió una humorada: «No hay mal que por bien no venga»? Más cerca de nosotros, se imputa a un concejal coruñés por un cartel de Entroido en que aparece alguien disfrazado de papa.

Basten estos ejemplos -no me cabe la colección completa- para demostrar que la libertad de expresión atraviesa horas bajas en España. Nos movemos en una espiral peligrosamente descendente: estas cosas no pasaban durante la transición ni hace unos años. Y no culpo a los jueces, que bastante tienen con lidiar con la creciente ambigüedad introducida en el Código Penal. La responsabilidad recae en el Gobierno y las sucesivas mordazas que ha tejido en los últimos años. ETA sirvió de coartada para unas: cuando abandonó las armas en el 2011 no había sentencias por apología del terrorismo, el año pasado se dictaron más de treinta. En esa red cayeron los titiriteros y Cassandra. En la otra red, dedicada a pescar in fraganti a quienes ofenden los sentimientos religiosos, se debate el concejal coruñés. Mientras tanto, el Gobierno llena el manto de la Virgen de medallas al mérito policial y las banderas de la España aconfesional ondean a media asta durante la Semana Santa. No ofenden a nadie. ¿O sí?