La enseñanza pública y el frente ultraliberal

OPINIÓN

24 jun 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

El liberalismo ultra sólo puede entrar en la educación como entra en la boca un cristal mientras lo mordemos: chirriando y dando dentera. Pero se va filtrando mediante dos mecanismos principales. Uno es la propaganda y el otro es el encaje de los postulados ultraliberales con los miedos, deseos y debilidades de padres y madres con sus hijos.

La propaganda es invisible. Consiste en un goteo disperso de estudios, pagados por bancos y organismos económicos, que muestran carencias del sistema educativo en aspectos concretos. Como de propaganda se trata, el truco consiste en no mentir, porque la mentira es fácil de impugnar y desautoriza a quien la dice. La propaganda se hace a través de verdades debidamente elegidas que dejen en penumbra otras verdades y que den una imagen sesgada de lo que ocurre. Estos vientos buscan una educación gregaria de la actividad económica, más controlada desde instancias políticas y más debida a objetivos que se marcan desde fuera de la estructura educativa que a los que se derivan de su condición de servicio público. Así, el hecho de que los profesores sean funcionarios estables puede ser un engorro para estos propósitos. Por eso Albert Rivera dice que está en desacuerdo con que el profesorado sea funcionario y lo dice señalando algo verdadero: no es fácil disciplinar a un profesor incumplidor o prescindir del que abiertamente es nefasto. Eso es verdad. Pero es una verdad pequeña. En el profesorado hay mucho más problema de motivación que de impunidad. Es más habitual el profesional valioso que se quema por luchar contra los elementos, que el parásito incontrolado. Rivera quiere una carrera profesional hacia abajo, en la que los profesores puedan perder, y no hacia arriba, en la que puedan mejorar. Se proyecta la sensación de que hay un problema de malos profesores sin castigo y no de buenos profesores sin incentivo. En ese sesgo consiste la propaganda. En el goteo aparecen «estudios» difundidos en medios interesados que explican por qué unas oposiciones son ineficaces. Se adornan con memeces del calibre de que la validez predictiva de las oposiciones está por debajo de 0,45 y así, juntando esta monumental parida con la verdad sesgada de que el sistema controla mal a los incumplidores, vamos erosionando la imagen del profesor funcionario estable. De momento, en España la alternativa a la estabilidad en los entes públicos es el clientelismo, una plaga mucho más dañina y costosa y más propensa a extenderse. Y no hay señal de que nadie quiera parar ese monstruo. Si no muestra su plan al respecto, el que no quiere estabilidad quiere control y clientelismo.

También nos llegan informes de que nuestros chicos no tienen las competencias que quiere la empresa. Que necesitamos pilotos de drones, que no hacen falta conocimientos sino habilidades personales y sociales (es decir, más Alejandro Agag y menos López Otín supongo), que nuestros estudiantes no tienen competencia financiera (para mí una buena noticia). De nuevo hay aquí una verdad: es evidente la relevancia de la educación en la actividad económica general y en el éxito laboral individual. Pero de nuevo es una verdad privada de la compañía de otras verdades. El sistema educativo no sólo tiene impacto económico. La educación tiene también un papel parecido a la sanidad, que tiene que ver con el disfrute y calidad del tiempo y la convivencia de la gente. Es el servicio que debe corregir la desigualdad de oportunidades de partida para que las cartas no estén repartidas ya en el nacimiento. Es el servicio que integra variedades étnicas, religiosas y culturales en un sistema de convivencia viable o, por el contrario, el que desagrega peligrosamente a la sociedad (¿no aprendemos nada de lo de Londres?).

Pero quieren ligar la educación sólo con la empresa, con competir, con llegar antes que otros. Se diría que el ultraliberalismo concibe la educación como una versión blanda de la Cornucopia de los Juegos del hambre. Allí los concursantes lo son a la fuerza y el juego consiste en que se maten unos a otros hasta que quede sólo uno, que será el vencedor. Cuando suena el pistoletazo, todos corren hacia la Cornucopia que es una especie escenario lleno de armas blancas de todo tipo. Quien llegue antes tendrá la ventaja de armarse primero y empezar a matar rivales. Así se concibe la formación como aquello con lo que podemos coger ventaja y competir con éxito, la cornucopia que nos dará los recursos para ganar a otros. De nuevo una verdad a medias. Es evidente que en niveles ya muy cualificados o profesionales cada sujeto tiene que buscar en la formación su valor añadido y diferencial. Pero sólo en esos niveles. Se echa de menos un discurso sólido que recuerde que la educación hasta al menos los 16 años no es eso. Es, como digo, algo parecido a la sanidad. Nadie diría que el papel de la sanidad es que unos se curen mejor que otros para tener ventaja al buscar trabajo. La sanidad tiene que tener todo lo sana que se pueda a la población. Y la educación todo lo formada, atenta, educada y feliz que pueda a la población. El sesgo de la competitividad a destiempo trae el veneno de la exclusividad por encima de la calidad, de buscar la cola buena en lugar de la mejor formación. El dogma de la competitividad llega a extremos tan notables como el de pretender que sea un avance la competencia entre centros educativos. En niveles universitarios, en ese nivel en que la formación sí está asociada al valor diferencial de cada uno, puede tener sentido. Pero en el caso de centros de primaria y secundaria resulta incomprensible. Si en una ciudad hay dos hospitales, y en uno de ellos la gente se cura mientras que en el otro se muere, ¿cuál es la receta? ¿Concentrar recursos en el primero, por su nivel de excelencia, y que se siga muriendo la gente en el segundo?

La segunda vía, añadida a la propaganda, es el encaje de estos principios con los miedos y deseos de los padres. Cualquiera es débil, temeroso y ambicioso sin límite con sus hijos. Es natural y es bueno. El lógico y bondadoso egoísmo que tenemos con nuestros hijos, tomado en estado puro y proyectado al sistema general, da lugar a un sistema egoísta, insolidario y segregador. Es fácil convencernos de que nuestra brillante hija está siendo retrasada por repetidores o algún sordo que haya en su aula y que requiera más atención del profesor. Es falso, es evidente que los estudiantes de alto rendimiento progresan con menos atención. Pero es fácil preocuparnos con nuestro hijo. Es fácil convencernos de que nuestro hijo vale mucho y debería estar en un aula más adecuada para que llegue más lejos. Quién no cree en las posibilidades de su hija y quién no hace lo que sea para asegurarle las mejores bazas. Como digo, la segregación, el individualismo insano y la apetencia de exclusividad encaja bien con la pulsión emocional que cualquiera tiene con sus hijos. Así el liberalismo puede camuflarse como si fuera voluntad de los padres y manifestación de su sacrosanta libertad de elección la que lleva a esas prácticas. Por ahí viene también la concertación de centros privados que ofrecen, se diga lo que se diga, y con estadísticas indiscutibles, exactamente eso: la ilusión de exclusividad, la segregación y el individualismo que encaja con los miedos y deseos naturales de los padres y que los poderes públicos deben armonizar y moderar. En el caso de España, siendo la Iglesia la dueña de casi toda la enseñanza privada concertada, y siendo la Iglesia un aliado ideológico y orgánico del PP, el debate se vicia de manera insoportable por intereses ideológicos y partidistas groseramente evidentes.

La enseñanza pública con la mejor calidad que se pueda permitir el país y sin desviar recursos públicos para centros privados, que atienden objetivos privados, no debe ser un dogma ideológico izquierdista sino una obligación irrenunciable de todo gobierno. En la Segunda República eran intelectuales y ensayistas los que difundían los principios de la instrucción pública. Ahora son los bancos. Y no es lo mismo.