Apocalypse Soon V: educamos o adiestramos...

OPINIÓN

10 jul 2017 . Actualizado a las 17:22 h.

Decíamos ayer que los caminos del Sr. Goldman, por los que acabamos persiguiendo objetivos ajenos como si fueran propios, no son inescrutables. Que los mecanismos que perpetúan este sistema socio-económico depredador y fratricida son múltiples, complejos y más o menos sutiles. Y que algunos, incluso, podrían llegar a operar sobre nuestro organismo desde el momento en que nos asomamos a este mundo de manera que, una vez que unas buenas dosis de estrés han hecho su trabajo sobre el sistema nervioso cuando está más tiernín, nos hagan más receptivos a la instrucción.

Yo creo que no es necesario, ni recomendable, institucionalizar a nuestras criaturas antes de que tengan tanto interés por socializar como para separarse un buen rato de sus progenitores. Como se insinuaba en el capítulo pasado de esta serie, no es tanto problema de las guarderías como de las condiciones materiales que nos impiden evitarlas; y no tanto por evitarlas como por convivir esa etapa sensible del desarrollo psicológico.

Es más, diría que somos capaces de defender con inquietante vehemencia la normalidad de la escolarización temprana, tal vez, para conjurar el desgarro emocional que produce la separación forzada, la ruptura del apego.

Así, las conducimos, estresados a nuestra vez, al túnel de la endoculturación y la capacitación laboral en el que se administrarán la disciplina y los valores que las conviertan en individuos respetables, y las habilidades y destrezas relacionadas con la competencia profesional, respectivamente, cebando la obsesión por la instrucción temprana: cuanto antes empiecen a leer, escribir y calcular, mejor. Más preparados, más competitivos.

¿Eso es educar? Si bien la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (la ley «Wert») pretende justificarse con una aspiración ampliamente aceptada como ideal educativo al decir que «el aprendizaje en la escuela debe ir dirigido a formar personas autónomas, críticas, con pensamiento propio», enseguida revela que «la lógica de esta reforma se basa en la evolución hacia un sistema capaz de encauzar a los estudiantes hacia […] rutas que faciliten la empleabilidad y estimulen el espíritu emprendedor […] Mejorar el nivel de los ciudadanos en el ámbito educativo supone abrirles las puertas a puestos de trabajo de alta cualificación, lo que representa una apuesta por el crecimiento económico y por un futuro mejor.» ¿Todas debemos aspirar a la alta cualificación?; ¿un futuro mejor pasa, necesariamente, por el crecimiento económico?. El crecimiento económico de quién…

Pero aún suponiendo, no sin ingenuidad, buenas intenciones en quienes confían eso que llaman «prosperidad» a la productividad y la competitividad, el resultado es que un sistema educativo basado en ese dogma expone a nuestras criaturas a unas claves contextuales (las aulas, los roles, los métodos pedagógicos, la relevancia de los contenidos, la forma de evaluar, etc.) que implantan en los alumnos esquemas cognitivos relacionados con la autoridad/sumisión y la competitividad/productividad. En buena parte, son esos esquemas, antagónicos al espíritu crítico, al pensamiento propio y a la autorrealización, los que perpetúan el statu quo.

Bertrand Russell, que no pisó una institución educativa hasta los 18 años, decía que «casi toda educación tiene móvil político: se propone fortalecer a algún grupo nacional, religioso o social en la competencia con otros grupos. Es este móvil el que principalmente determina qué materias se enseñan, qué conocimiento se ofrece y qué conocimiento se oculta, y que determina además qué hábitos mentales se espera que los pupilos cultiven. Prácticamente nada se hace en función del desarrollo interior de la mente y del espíritu; en efecto, quienes han recibido más educación han sufrido a menudo una atrofia mental y espiritual».

Hace mucho tiempo que la investigación constata, y muchos docentes reconocen, a su pesar, que el actual modelo de enseñanza está obsoleto. Tal vez se resista a la actualización que proporciona la ciencia (psicología evolutiva y del aprendizaje, pedagogía, neurodidáctica) porque, probablemente, su finalidad última no sea el desarrollo intelectual y moral sino establecer una carrera de obstáculos al servicio del darwinismo social: la selección de los más adaptados a un modelo socio-económico que antepone la competición a la cooperación, y el materialismo individualista a la justicia social. La mayoría de los que sobreviven al fracaso escolar quedan troquelados para subsistir creyendo en una movilidad social regulada por una meritocracia amañada, perversa.

Pero claro, como decía otro referente del s.XX, el educador Paulo Freire, autor de La educación como práctica de la libertad: «sería en verdad un actitud ingenua esperar que las clases dominantes desarrollasen una forma de educación que permitiese a las clases dominadas percibir las injusticias sociales en forma crítica».

¿Y la próxima semana?

La próxima semana hablaremos del gobierno.