20 jul 2017 . Actualizado a las 07:48 h.

Hace lustros, en un pequeño pueblo de montaña, unos adolescentes tenían la costumbre de ir a trincar cervezas al almacén del dueño del colmado, que estaba situada a las afueras de la localidad. Por lo general, la operación transcurría sin contratiempos y sin Guardia Civil, a altas horas de la madrugada. Entraban por una de las ventanas traseras y allí arramblaban con lo que podían. Aquello estaba a oscuras, el interruptor de la luz estaba justo al otro lado de la ventana, así que para alumbrarse llevaban linternas o mecheros.

El caso es que una noche, al alumbrar en busca de las cajas de cerveza, se les pusieron las partes de abajo a la altura del pescuezo y se les helaron las nucas al encontrar allí un ataúd. Un ataúd de madera, con su crucifijo en la tapa. En sus cabezas adolescentes se dibujaron todo tipo de hipótesis a cual más terrorífica, qué sé yo, un príncipe valaco del siglo XV, cosas así, y ninguna de ellas proponía que tal vez el dueño del colmado estaba intentando ampliar su horizonte en el mundo de los negocios. La explicación a la presencia de la caja de madera era más mundana que todo eso.

El hombre había comprado el ataúd ante el anuncio de la más que probable muerte de una tía lejana suya. Al parecer, la mujer le tenía más apego a la vida de lo que su sobrino creía y falleció bastantes años después, pero para entonces el ataúd ya estaba comprado, y claro, no lo vas a tirar, que morir nos morimos todos, ella ya estaba señalada por la muerte, y el tendero ya había vivido sus mejores años décadas atrás. Cuestión de tiempo. Un ataúd nunca está de sobra en este mundo.

Morirse es caro. Aquella mujer no debió pagar los muertos. Mi madre pagaba los muertos, y venía a casa un agente del Ocaso que ciertamente parecía uno de ellos, como venido del más allá, un señor bajito de ojos claros y voz estridente que llamaba al portero automático y gritaba quién era. ¡Los muertos!, y mi madre salía al descansillo, pagaba el recibo y hablaba con él, con aquel tipo surgido del Más Allá, aquel negociante de la muerte que extendía un recibo como perdonándonos la vida treinta días más, y aquello era una prórroga constante para permanecer en este mundo.

Dicen que la muerte nos iguala. Todos morimos. Los ricos y los pobres, marxistas y liberales, socialdemócratas y anarcocapitalistas, negros y blancos, pelirrojos y rubios, mujeres y hombres. Pero si vas al cementerio no tardas en darte cuenta de que no es así, hay tumbas humildes junto a fastuosas y delirantes criptas adornadas con las más insospechadas horteradas opulentas. Incluso en España es más caro morirse en una provincia que en otra. En Cuenca es barato. En Oviedo un poco más caro. En Barcelona es mucho más caro. Hubo un tiempo en España en el que morir fue bastante más barato: te daban el paseíllo, te pegaban un tiro y te arrojaban a una cuneta. Tan barato, que la mayoría de aquellos sepelios se quedaron sin pagar hasta el día de hoy.

No es igual la muerte de unos, en la cama, con todos los honores que se le pueden otorgar a la senectud, que morir de un balazo por ser sindicalista. Ascensión Mendieta llevaba esperando el cadáver de su padre Timoteo desde 1939, año en el que fue asesinado. Lo ha podido enterrar en 2017 gracias a una jueza argentina. Muchos siguen esperando a los suyos.

La muerte es lo peor que te pasa en la vida, incluso aunque no sea la tuya propia. La muerte de un hijo, de una madre o un abuelo es también la muerte de quienes le rodean, pues cuando muere alguien cercano desaparece una parte de nosotros, y llega un momento en el que enterramos a gente que siempre estuvo ahí, y entonces seremos nosotros quienes siempre estuvimos ahí y nos enterrarán otros que morirán un poco. Ascensión ha logrado restablecer el orden: son los hijos quienes deberían enterrar a sus padres. Es lo correcto, lo deseable. Es lo justo.

La muerte no nos iguala.  El dueño del colmado no pudo haber hecho leña con aquel ataúd que seguro le costó un buen dinero. Tuvo que meterlo en un almacén, rodeado de cajas de cervezas, tabaco de liar y bacalao seco. Morir es así de sórdido. Sólo son héroes quienes disparan por detrás y quienes tienen la cartera llena. A ellos los entierran siempre, rodeados de grandeza y lágrimas de cocodrilo.