Refutación del matonismo populista

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

04 ago 2017 . Actualizado a las 08:08 h.

Desaparecida la violencia criminal de los grupos terroristas, especialmente la de ETA, que los españoles hubimos de soportar desde que se inició la Transición hasta hace nada, otra violencia, ahora en forma de intimidación, va tomándole el relevo, ante la indiferencia de unos, la complicidad de otros y la pasividad de quienes, debiendo perseguirla desde las instituciones con los medios del Estado de derecho, incumplen flagrantemente su deber y miran hacia otro lado, favoreciendo así la impunidad de los violentos, que ha sido siempre su principal caldo de cultivo. 

Desde el «abajo la inteligencia» de minorías radicales que creen un acto heroico impedir hablar en público a personas como Felipe González, Rosa Díez o Fernando Savater al «abajo la libertad personal» de esos actos de fuerza intolerables que constituyen los escraches, pasando por las campañas de coacción contra el turismo que se desarrollan con creciente intensidad en Cataluña, Baleares, Valencia o el País Vasco, la violencia, entendida como una forma de conseguir fines políticos, ejerce una fascinación infantil entre quienes la practican, convencidos de tener todo el derecho a molestar, insultar o incluso agredir a quienes no piensan como ellos o hacen lo que a ellos les molesta.

Pero no es solo eso. Hay, además, gentes de orden a quienes jamás veríamos apedreando un escaparate, quemando un contenedor o agrediendo a un semejante, que contemplan, sin embargo, con entusiasmo abierto o contenido, las acciones de quienes hacen todas esas cosas convencidos de que no existe otro modo de cambiar la entelequia que, de forma general, se designa ya como el sistema. Y es que, digámoslo con toda claridad, desde el anarquismo decimonónico hasta el populismo radical del siglo XXI, pasando por los fascismos de los años veinte y treinta, la violencia ha gozado en no pocos sectores sociales y políticos del prestigio que se otorga a los valientes y a las pretendidas fórmulas mágicas para resolver problemas de muy compleja solución.

Por eso, sigue siendo hoy imprescindible denunciar que, en democracia, no hay mayor cobardía política y moral que el aparente valor de los matones, y que no existe mejor forma de contribuir a atascar los problemas públicos que la convicción, necia e ignorante, de que todos ellos se resuelven con simplistas consignas y recetas que, de no aceptarse por las buenas, han de imponerse por las malas.

Si todos hiciésemos lo mismo que los que creen estar siempre en posesión de la verdad y se muestran dispuestos a imponerla con la fuerza, la vida en sociedad resultaría insoportable. Y si todos hiciésemos lo mismo que los que tiran la piedra intelectual y esconden la mano, animan desde detrás del escenario y callan, pero otorgan, los violentos irían ganando terreno día a día hasta acabar con la vigencia efectiva de la única regla que nos permite convivir en paz y libertad: la del respeto a la ley y a los derechos de todos por ella protegidos.