Barcelona 92

Luís Pousa Rodríguez
Luís Pousa CON LETRA DEL NUEVE

OPINIÓN

09 ago 2017 . Actualizado a las 08:31 h.

Viví en Barcelona entre 1994 y 1996, cuando la ciudad todavía estaba fumando un largo pitillo poscoital tras el subidón colectivo de los Juegos Olímpicos.

Estos días, en el clásico ejercicio de nostalgia de un país que no sé cuántas leyes educativas después sigue añorando la EGB, las teles escupen una y otra vez las imágenes de Montjuïc. Éramos tan jóvenes y felices, parecen decir los telediarios. El príncipe era el abanderado, los reyes todavía no eran eméritos, las infantas lloraban de pura alegría, Cataluña y España se amaban -«amics per sempre», cantaban Los Manolos- y Pujol refunfuñaba en la tribuna porque el alcalde Maragall era el gran protagonista de un espectáculo global donde el universo descubrió al dream team de Jordan, Johnson y Bird.

25 años después, aquella Barcelona ha sido desbaratada. La vida y, en algún caso, los tribunales han pasado por encima de muchos de los inquilinos de aquel palco. Y un nacionalismo cutre de terruño y clan intenta apoderarse de su alma. Por eso, los vídeos de Barcelona 92 me recuerdan la escena final de American Beauty, cuando Kevin Spacey ya sabe que ha muerto y nos cuenta cómo es ese último segundo antes del fin. Un segundo, matiza, que no es un segundo en absoluto, sino un «océano de tiempo». Entonces vemos a Spacey de niño, tumbado sobre la hierba en el campamento de los boy scouts, observando estrellas fugaces; y las manos de su abuela; y el coche de su primo Tony; y a su hija, Jenny, disfrazada de hada antes de escupirle su adolescencia en la cara; y a su mujer, Caroline, mucho antes de que su matrimonio se fuese por el desagüe.

Todo parece haber ido a peor desde los vídeos de Barcelona 92, pero como dice Kevin Spacey, no podemos sentir más que gratitud por cada instante de nuestra estúpida e insignificante vida.