Antes y después del acto terrorista

OPINIÓN

19 ago 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Estos son días adecuados para recordarnos algunas verdades. Los sistemas de seguridad están funcionando, el terrorismo está debidamente contenido y consigue un número muy pequeño de víctimas. El número de muertos en accidentes de tráfico no nos intimida y seguimos saliendo en coche y viajando. Y hacemos bien. Aunque cada muerte sea una tragedia y aunque el esfuerzo por que no muera nadie no deba conocer descanso ni horario, los números dicen en su frialdad que hacemos bien en seguir viajando. Los números de muertes por terrorismo son mucho más bajos y por eso hacemos bien también en querer nuestras libertades y seguir con nuestras vidas. Muertes tan absurdas y tan sin sentido sólo pueden producir repugnancia y, por qué no, rabia o algún pariente menor del odio. No pasa nada porque lo odioso provoque furia, momentánea y concentrada en un suceso. La rabia momentánea es menos deterioro que la indiferencia al dolor en la que León Gieco pedía a Dios no caer nunca. La mezcla de piedad y cólera es una reacción natural a una brutalidad de tal fiereza. Pero ni siquiera la compasión por el daño y el ansia de justicia deben distraernos de lo fundamental: en el sentido estratégico de la expresión, vivimos básicamente en paz, el terrorismo está contenido y provoca un daño mínimo, aunque trágico. No es momento de reacciones histéricas, cambios de leyes, recortes de libertades o mezquinas rentas políticas. El sistema está funcionando.

El superior impacto psicológico del terrorismo con respecto a cualquier otro factor de mortalidad se debe a dos factores: la maldad y el miedo. Las muertes en carretera o por golpes de calor no suceden por acciones odiosas de nadie y por eso no producen odio. La maldad del terrorismo sí añade repugnancia y ansia de justicia a la pura tragedia. El miedo está relacionado con la maldad. Las muertes de tráfico no resultan de actos planificados, son azarosos y por eso siempre parecen cosas que les pasan a los demás, no a nosotros. Un solo muerto por terrorismo, sin embargo, es suficiente para sentir que nos podrían matar, porque es efecto de un acto perverso y consciente y siempre tememos más al hombre del saco que a los elementos. Por eso es humano sentir miedo. Pero también es humano razonar, tomar los datos con las manos, pesarlos, contarlos y medirlos y quedarse con lo fundamental: el sistema está funcionando, la vida en libertad contiene eficazmente al terrorismo. Las instituciones y la convivencia deben ser las propias de tiempos de paz, porque estamos en tiempos de paz. La paz amenazada es la social, la que resulta de la injusticia y la merma de derechos, pero no esa paz que se opone al estado de guerra. Estos ataques terroristas esporádicos, por mucho que duelan, son cucharillas intentando socavar una cordillera, y cuanto menos alimentemos miedos y rabias puntuales, más débiles serán.

No perder la cabeza no es resignarse a vivir con un monstruo intolerable. Hay que batallar contra el terrorismo, como se hace con las enfermedades, los accidentes de tráfico y cualquier otra fuente de mortalidad o daño. Para contener al terrorismo tienen que funcionar los sistemas de seguridad en caliente y al día para que los daños sean pequeños. Pero también se necesitan acciones, necesariamente variadas y lentas de resultados, para que el fenómeno se extinga. Igual que las enfermedades son un mal, pero también una amenaza de plaga si no se contienen, así un terrorismo suficientemente reprimido lleva en sí una amenaza de caos si no es debidamente enfrentado. El terrorismo se combate atacando sus causas y aquí suele haber un pico emocional distorsionador. La furia que provoca un acto tan despiadado es tal que no queremos mitigar la maldad y la culpa del asesino. Cuando relacionamos su conducta con causas, rápidamente parece que atenuamos su culpa y pasamos el peso a la maldad del sistema. Evidentemente no es así. La culpa de un robo la tiene el ladrón, pero eso no impide entender que cuanta más pobreza haya en un espacio, más delincuencia habrá en él.

En el terrorismo siempre hay tres pilares: financiación, frustración colectiva e ideología radical, política o religiosa. El sentido común dicta que hay que actuar en los tres frentes para ir consiguiendo resultados con el tiempo. Un grupo terrorista como el Estado Islámico no llega más allá de lo que le permita su financiación. Y la financiación apunta al Golfo, es decir, a una zona especialmente opaca y difícil de entender para nosotros, sobre la que además la información tiende a ser sesgada y regulada por intereses también complejos. Hace unos meses estalló un conflicto diplomático entre Qatar y los demás países del Golfo por el supuesto apoyo de este país a fuerzas responsables de este terrorismo. En ese conflicto laten otros problemas que no tienen que ver con esto, sino con el equilibrio de fuerzas de la zona y el impacto estratégico del gas líquido que comercializa Qatar. Lo cierto es que este país y Arabia figuran en muchos análisis como espacios en que se alimenta lo que acaban siendo ataques ciegos en otros sitios y la opinión pública no percibe qué hace la diplomacia de su país al respecto. Como mínimo, hay oscuridad.

La frustración colectiva y la ideología se dan la mano. Se necesita una ideología para que la conducta de los activistas sea ordenada, jerárquica y orientada a un fin superior que les haga sentir legítimos los actos violentos. Pero esas ideologías enloquecidas no prenden más que en colectividades desesperanzadas, en el caso más normal por condiciones objetivas de pobreza. Las ideologías perversas deben ser atajadas pedagógica y dialécticamente cuando aparecen en púlpitos de toda ralea o en la mismísima presidencia de los EEUU. Y el sentido común sugiere que la frustración colectiva debe atajarse fuera de nuestro espacio y también dentro de él, porque no hay que ignorar que, al menos en Londres, los ataques son ejecutados por población ya asentada por varias generaciones. Si no hay actuaciones a gran escala sobre las condiciones de vida sobre todo de África, aunque no sólo, ni la inmigración masiva ni los brotes de violencia organizada se podrán contener. Pero también, y esto nos queda más cerca y deberíamos sentirlo como más abarcable, hay que actuar sobre las situaciones que se dan dentro de nuestros países. Cada vez hay más mezcla étnica, cultural y religiosa en nuestras sociedades. La segregación social fue injusta siempre. Ni cuando en EEUU, hasta el último cuarto del siglo pasado, practicaba aquel principio racial de «iguales pero separados», ni cuando se separa, con un principio parecido, a niños y niñas en centros de estudio diferentes se está haciendo algo justo. Nunca se separan grupos humanos con intención sincera de llevarlos al mismo sitio. Pero ahora la segregación es algo más que injusta. Es además peligrosa. Separar a grupos humanos en sistemas de convivencia separados es dejar fuera del sistema a los grupos que no sean el dominante. Eso ocurrió siempre, pero ahora esos grupos quedan expuestos a liderazgos políticos o religiosos espurios y potencialmente peligrosos. La integración debe ser una prioridad de Estado que debería ser debidamente atendida desde el sistema educativo, la principal herramienta para evitar la segregación. El terrorismo es sólo un límite mostrenco de los males de una sociedad sin la debida integración de los grupos que la componen.

En realidad no hay nada nuevo que decir en fechas como estas. Con el terrorismo cada uno debe hacer su parte. A los individuos de a pie nos toca sobreponernos al miedo, al odio sin control y a la ansiedad. Nos toca sin más interiorizar la realidad de que los anticuerpos del sistema funcionan y que el daño es muy limitado. Y nos toca exigir a nuestros dirigentes claridad y ética en lo que toca a la financiación del fenómeno, justicia interior y justicia exterior. Como digo, nada nuevo. Es lo de siempre.