Que la honda emoción no nos confunda

OPINIÓN

David Armengou | Efe

18 ago 2017 . Actualizado a las 07:39 h.

Mientras malgastábamos el verano en descubrir las desgracias del turismo, en saber si la divisoria entre Lérida y Huesca separa dos universos o no separa nada, y mientras los nombres de dos ciudades tan queridas y hermosas como Madrid y Barcelona se usaban como metáforas de una guerra sin cuartel de cartón piedra, llegó el yihadismo globalizador y, valiéndose de un arma tan sofisticada como una furgoneta, consiguió hacernos ver, en tan solo un segundo, que la Barcelona del 17A (2017) es exactamente igual al Madrid del 11M (2004), y que los intereses esenciales de los barceloneses se juegan, atacan y defienden en los mismos despachos, cuarteles, bancos y centros de investigación que los de Niza, Bruselas, Londres, Berlín, París, Nueva York o Mánchester.

Lo que sucedió ayer en Barcelona no distingue unas personas de otras, ni unos gobiernos de otros, ni unas policías de otras, ni unas ideologías de otras. Solo distingue lo que es importante de lo que no lo es, lo que hiere y duele de lo que dispersa y entretiene, y lo que más atendemos, que suele ser lo banal, de lo que más descuidamos, que es lo trascendente. Por eso es aconsejable suspender todas las agendas banales, para dedicar el tiempo necesario a meditar sobre la extraña manía que tenemos los países más ricos y avanzados de trabajar las filigranas de yeso y purpurina que adornan nuestros países, mientras abandonamos los cimientos de la civilización, la libertad, la riqueza y la paz a la labor callada e incansable de millones de termitas.

Un atentado como el de Barcelona no siempre es evitable, y menos si, como sucede en toda Europa, queremos hacer compatible nuestra seguridad y nuestro orden político con el modelo de vida y de sociedad que incentiva nuestros esfuerzos. Por eso carece de sentido que malgastemos estos colosales avisos, que llegan de todos los países, en hacer campeonatos de descalificaciones contra el terrorismo, de manifestaciones de dolor en las que todos acabamos empatando, o de heroicas proclamas sobre la firme decisión que todos mostramos para ganar esta guerra que, en realidad, ni siquiera araña la fortaleza estructural de los países libres. Porque lo verdaderamente importante es analizar con plena serenidad, generosidad y sin dramatismo, por qué abrimos tantas grietas innecesarias en nuestro mundo; por qué seguimos creyendo que solos se viaja mejor que acompañados; y por qué, en el justo momento en que la globalización se hace evidente y omnipresente, las élites del mundo empiezan a añorar la peligrosa fragancia de la división y de la aldea, para descuidar la gobernanza global y solidaria cuando más se necesita.

El discurso de la civilización, de la sociedad y de la política no va por buen camino. Y la última grieta la hemos descubierto ayer, en medio del dolor y de la sangre, entre el mar y el Tibidabo.