«Un profundo cambio en la mentalidad y en algunas actitudes», fue quizá el mensaje central del discurso pronunciado por Felipe de Borbón en su proclamación como rey de España el día 19 de junio de 2014. Lo que se puede interpretar como un llamamiento a la superación de la cultura política de la confrontación, en unos momentos de especial desprestigio de las instituciones, pero también de la idea de España o de lo español como un todo uniforme y hostil.
El rey emérito Juan Carlos I dispuso de un ámbito territorial prestigiado sobre el que desplegar su reinado, la España de las autonomías, pero el consenso que lo hizo posible dejó de existir con anterioridad a la proclamación de su hijo como el rey Felipe VI, lo que se evidenció en ese acto con ausencias físicas y otras gestuales de algunos de los presentes.
Un rey sin reino no es rey, pero un rey por debajo del 70 % de aprobación, tampoco, luego el nuevo monarca parecía ser consciente de la gravedad de la situación o la precariedad de los consensos, al tiempo que dispuesto a ejercer el carácter arbitral y moderador que le reserva el orden institucional.
Aparte errores graves de comunicación, como la utilización del Palacio Real en el discurso de Navidad del año 2015, o responder sistemáticamente que «en español» al escritor mexicano Fernando del Paso, que decía escribir en castellano en la entrega del premio Cervantes de ese mismo año, el rey no ha ejercido más carácter arbitral o moderador que ratificar a Pedro Sánchez como candidato a la investidura cuando Mariano Rajoy rehusó serlo, después del 20D, con el ánimo inequívoco de producir de inmediato otras elecciones que actuando como segunda vuelta eliminarían a Ciudadanos. Ahí, el rey nos sorprendió a todos y el primero a Rajoy, a quien quisieron desbancar los poderes reales hasta la investidura fallida del socialista; lo que nos enseñó que les da lo mismo Sánchez que Rajoy. Dirá el jurista que aquello no son naciones o que el rey no está para esto, pero se percatará enseguida del ánimo inmóvil de su protesta porque se trata de resolver las situaciones, no de obligar a quien no quiere con todo el peso de la ley de un reino que no reconoce.
Este es el cambio de mentalidad que pidió el monarca, quizá informado del cambio en las capacidades de las personas, que ahora son otras de alta cualificación, críticas, organizadas, participativas y responsable de lo público, no como antes.
Quizá sea consciente de que estas personas nuevas han despojado a la transición política de su relato oficial: no pudo ser el proceso modélico por pacífico de una sociedad madura porque tal madurez no existía, pero tampoco la conquista ciudadana de libertad alguna porque tal presión de las masas, tampoco.
La transición política fue el pacto entre élites que se está destruyendo ahora y es por esto que el rey está obligado a liderar las soluciones. Digan lo que digan los juristas, los políticos o los periodistas y los conservadores de museo que le rodean, porque su problema es Leonor.
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