El secesionismo golpista se quita la careta

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

PAU BARRENA | AFP

08 sep 2017 . Actualizado a las 09:11 h.

Hasta el miércoles, cuando se celebró en el Parlamento catalán el pleno más ignominioso que una institución parlamentaria haya vivido en España desde la recuperación de la democracia, todo el mundo sabía ya que la Constitución y la ley le importaban un pito a los rebeldes. De hecho, tanto Puigdemont como sus consejeros o la presidenta de la Cámara autonómica no solo no disimulaban su voluntad de burlarse del imperio de la ley, que es la base de toda paz civil, sino que presumían una y otra vez de que su plan separatista se llevaría a cabo pisoteando los principios más elementales de cualquier Estado de derecho.

El secesionismo golpista se vanagloriaba, eso sí, de que su sedición contra la Constitución -de la que deriva su poder- y contra el Estado español -cuyas leyes prometieron cumplir y hacer cumplir- se hacía en nombre de una supuesta democracia que les legitimaba para actuar al margen de la ley, es decir, y para expresarlo con toda precisión, como unos forajidos.

Pues bien, tras el escandaloso pleno en el que se aprobó ese bodrio jurídico impresentable que se denomina Ley del Referendo de Autodeterminación ya nadie puede llamarse a engaño sobre la verdadera naturaleza política de estos, que no solo se ciscan en la ley, sino que desprecian todo lo que la democracia significa. El miércoles asistimos a un trágala propio de una república bananera, pues vimos alucinados a un Parlamento títere sometido a la bota del poder ejecutivo, en el que se atropellaron todos los derechos, se vulneraron todas las normas y se violó lo más sagrado: el respeto a la pluralidad política que está en la base misma de la democracia.

El secesionismo golpista hizo del Parlamento mangas y capirotes (burlándose de las normas reglamentarias, de los letrados, del secretario general de la Cámara y del Consejo de Garantías Estatutarias) con la única finalidad de imponer a todo trance y como fuera su ley para su referendo, su independencia y su república. Un delirio, sí. Pero un delirio que deja claro lo que le espera a más de la mitad de los catalanes que no son independentistas si los sediciosos se salen con la suya: ser objeto del mismo trato infame que se les dio a los parlamentarios no nacionalistas.

Por eso, parar en seco y sin demora esta locura, lo que constituye una responsabilidad tan ineludible como urgente del Gobierno, de los partidos constitucionalistas que deben apoyarlo sin reservas y de los jueces y fiscales, no es solo una forma de defender la Constitución que sostiene nuestra convivencia democrática. Es también -y visto lo visto, sobre todo- una forma de proteger a millones de catalanes de una tropa de fanáticos que siente por ellos el mismo olímpico desprecio que por quienes los representan en el Parlamento catalán. Eso es lo que se juegan España y Cataluña en este envite demencial: su unidad y su libertad.