El verdadero problema no es el 1 de octubre

OPINIÓN

26 sep 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

No es necesario ser un experto constitucionalista para comprender que un referéndum sobre la independencia de una comunidad autónoma no puede ser legal con la actual Constitución española. El artículo segundo es muy claro: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles». En todo caso, podría tener el carácter de una consulta de opinión, una especie de encuesta masiva con urnas, que no satisfaría a los independentistas y, si el resultado fuese favorable a la separación, no haría más que agravar el problema con un desaire a los catalanes mayor que el que se produjo tras el del 18 de junio de 2006. La realización de un referéndum sobre la independencia exigiría la reforma previa de la Constitución y el artículo 168 establece que es uno de los cambios que debe seguir la vía más compleja, con mayorías de dos tercios de las dos cámara de las Cortes, nuevas elecciones, ratificación, otra vez por dos tercios, por el nuevo parlamento y sometimiento final a votación del conjunto de los españoles.

Si esto es así, el Tribunal Constitucional no podía hacer otra cosa que declararlo inconstitucional y el gobierno no puede permitir que se celebre. La nación soberana es España y a ella correspondería la decisión. Ahora bien, la misma Constitución, en artículos igualmente protegidos, reconoce el derecho a la autonomía de nacionalidades y regiones y las libertades ideológica, de expresión y de asociación, derechos que poseen también quienes no están de acuerdo con ella, por eso es democrática. Es constitucional ser republicano, comunista o independentista, difundir esas ideas y utilizar sus símbolos, más bien actúan contra la Constitución quienes, con demasiada frecuencia, pretenden impedirlo.

Republicanos y comunistas, que desean aplicar sus ideas al conjunto del estado y se presentan en todas las circunscripciones, saben que para acabar con la monarquía o con la propiedad privada tienen que conseguir una mayoría suficiente en el parlamento, aunque la exigencia sea muy alta. El caso de los nacionalistas de naciones diferentes a la española resulta más complejo: pueden tener una holgadísima mayoría absoluta en su comunidad y gobernarla, pero nunca podrán llevar a cabo su objetivo político si no logran el apoyo de dos tercios del resto de los españoles. Que, cuando existen nacionalismos distintos, esto podría conducir a un conflicto era evidente. Si, en el caso de que se formase esa clara mayoría favorable a la independencia, la única respuesta fuera: «aguantaos, que esa es la ley», la radicalización sería inevitable. Eso enseña la historia, por encima de leyes, constituciones y democracias, el Reino Unido lo era cuando estalló la guerra civil que finalizó con la independencia de Irlanda.

Hoy, los independentistas tienen mayoría absoluta en el parlamento catalán, pero no entre los votantes, aunque estuvieron cerca en 2015. La ley que convocó el referéndum carecía de garantías desde el inicio, ya antes de que la justicia y el gobierno impidiesen que existiese un censo fiable, una junta electoral y una campaña previa a la votación. Una decisión de ese calado solo se podría adoptar por una mayoría cualificada de los ciudadanos. El gobierno catalán sabía que no se iba a celebrar un verdadero referéndum, pero también era consciente de que la inmensa mayoría de los catalanes, incluso muchos votantes de partidos no nacionalistas, querían una consulta sobre la independencia, una reciente encuesta encargada por El País indica que son el 82%. Debido a ello, el 1 de octubre se va a convertir en una jornada de reivindicación que puede acrecentar el número de partidarios de la independencia, especialmente si desde el resto de España se continúa alimentando la sensación que se extiende entre buena parte de los catalanes de ser despreciados, de que no se los escucha.

El que preside Rajoy es el gobierno constitucional, es cierto, pero, independientemente de que sea dudosa la legalidad de alguna de las medidas que ha adoptado, resulta muy difícil ofrecerle apoyo cuando es uno de los principales culpables de que se haya llegado a esta situación. El comportamiento del PP y del propio Rajoy cuando se reformó el estatuto fue detestable, demostraron carecer de sentido de estado, aunque el PSOE también cometió un grave error al marginarlos inicialmente y no hacer después más esfuerzos para incorporarlos a la reforma. La actuación de la derecha mediática fue incluso peor y anunciaba lo que está sucediendo ahora. Eso no exime de responsabilidad a Convergencia, al actual PDCat y a ERC, sobre todo a los primeros, que intentaron tapar con demagogia y oportunismo su corrupción y la mala gestión gubernamental y coincidieron con el PP en favorecer la radicalización de las posiciones.

Julián Casanova señalaba en una reciente entrevista con Ramón Lobo la importancia de que la España que roba, desde la percepción nacionalista, estuviese realmente gobernada por ladrones. La crisis y la corrupción no son ajenas al fenómeno de la CUP y su éxito electoral. El desapego de muchos jóvenes hacia el sistema los conduce no solo a cuestionar el régimen de 1978 sino la misma existencia de España, que identifican con él, y no es un fenómeno que se produzca solo en Cataluña o en las consideradas nacionalidades históricas.

Tampoco es una cuestión menor la politización del Tribunal Constitucional y del Consejo General del Poder Judicial, que ha cultivado con esmero el PP, aunque no sea nueva, y ha contribuido a desprestigiarlos. Resoluciones de algunos jueces, como la que impidió el acto sobre la consulta en Madrid, avivan la sensación de que la justicia actúa en ocasiones con criterios partidistas.

Los tribunales y la Guardia Civil impedirán que el referéndum se celebre, pero no que crezca la mayoría social que lo desea y probablemente logren también que aumente el número de independentistas. Pueden procesar y encarcelar a Puigdemont, a Junqueras, a Forcadell y a todos los actuales dirigentes catalanes, pero lo más previsible es que vuelvan a ganar las próximas elecciones y, si se convierten en mártires, con mayor porcentaje de votos y entonces ¿qué? Los nacionalistas pueden parafrasear la vieja canción de Teodorakis, versionada por Moustaki: «somos dos, somos tres, somos mil veintitrés», o dos millones. Como bien indicaba este domingo Álvarez Junco en El País, los nacionalismos, también el español, se nutren de sentimientos, por eso la represión solo sirve para estimularlos y el debate político entre ellos no es fácil.

No hay una solución sencilla. Como decía antes, aunque los juristas siempre son capaces de sorprender a quien lee las leyes en simple castellano, no creo que sin reformar el artículo segundo de la Constitución se pueda hacer un referéndum sobre la independencia de Cataluña y eso parece quimérico. El PSOE propone algo que fue posible y quizá algún día pueda volver a serlo, aunque ahora también es difícil: una reforma constitucional en sentido federal que permita ampliar la autonomía de Cataluña y que sea sometida a consulta popular. No sería el referéndum que piden los nacionalistas, pero sí permitiría votar a los catalanes. Lo malo es que necesitaría un amplio consenso, que va a tardar en construirse, si es que se logra.

En cualquier caso, el 1 de octubre puede ser el menor de los problemas que deba afrontar la democracia española si no se empieza a hacer política de forma razonable. Me atrevo a hacer una recomendación final: independientemente de lo que piensen, hagan un esfuerzo y lean la prensa catalana, comprobarán que Madrid y Barcelona parecen estar en planetas distintos. No habrá forma de entenderse si no hay un mínimo de voluntad de comprender al otro.